Posiblemente solo el español posee tantas denominaciones para referirse a los ladrones y posiblemente el dialecto chileno del español supera a todos los otros para designar a tan interesantes sujetos: choro, lanza, monrero, reducidor, carterista... En Los 50 del lanza , Eduardo Labarca emplea un nuevo vocablo para referirse al héroe de esta novela: el Flecha. De nombre Elías Segovia Riquelme y con tantos alias como sea posible imaginar, el Flecha es oriundo de la población Santa Estela de la capital, está casado con Teruca, a quien envía remesas provenientes de sus latrocinios, y tiene un hijo, Ernesto, que a juzgar por las noticias que se nos proporcionan, no seguirá la "profesión" del padre. Aparte de apropiarse de cosas muebles contra la voluntad de sus dueños, el Flecha tiene muchas otras gracias insólitas: devoto de la Virgen de la Viñita, en la avenida Recoleta; afinado cantante de boleros, corridos y hasta arias de zarzuela; elegante o, lo que viene siendo lo mismo, muy consciente de su apariencia, con ojos de distinto color, posee lo que podríamos llamar cierta ideología o código de honor: por ningún motivo herir o matar a alguien mientras efectúa sus desvalijamientos; repartir el botín en partes iguales o proporcionales a la responsabilidad de cada uno, sin una gota de racismo u homofobia, y bueno, poco machista, de modo relativo, claro está, pues mientras Teruca lo espera con paciencia de santa, él se da el lujo de tener numerosas amantes de las más variadas nacionalidades y etnias. En suma, se trata de un caballero andante del hurto quien además es inteligente, buen lector, amigo de sus amigos, leal con cuantos le son leales.
Labarca, desde luego, idealiza a la figura del cleptómano internacional nativo, y puesto que ostenta el título de abogado sabe muy bien las diferencias entre crímenes (presidio mayor a perpetuo), simples delitos (prisión o breve privación de libertad) y faltas (se castigan con multas). El Flecha, huelga decirlo, se mueve entre las dos últimas infracciones penales y detenta una capacidad innata para el liderazgo, o sea, formar equipos y deshacerlos apenas las cosas se ponen peliagudas. Y se mueve en escenarios extranjeros que Labarca, quien fue por largos años traductor de las Naciones Unidas, conoce muy bien y describe con naturalidad, sin pedantería ni pintoresquismos innecesarios: Ginebra, el borde fronterizo con Francia, numerosas ciudades de España, otras tantas de Portugal, para retroceder o avanzar en el tiempo de manera de entregarnos la accidentada y a ratos heroica carrera del Flecha.
En realidad, Los 50... tiene una pluralidad abrumadora, imposible de recordar, de actores que pueblan estas páginas, pero el único personaje genuino que queda en la memoria, quizá el único protagonista, es el Flecha. Aunque el libro está escrito en tercera persona, es como si lo estuviera en primera, ya que el centro absoluto e indiscutible de la historia es el Flecha. Los demás son comparsas, acompañantes o camaradas pasajeros en las andanzas de Elías y esto, a la larga, podría traducirse en un grado de uniformidad del relato; sin embargo, Labarca sortea ese riesgo con la misma competencia con la que el Flecha lleva a cabo sus fechorías o bien recurriendo al infalible método de acumular episodios tras episodios. Así, el anecdotario de Los 50... resulta continuo, inagotable, siempre diverso.
Los 50... pertenece, como ha quedado demostrado, a la categoría de novela de aventuras y a la variante hispánica de novela picaresca. No es casualidad que al comienzo se aluda al Lazarillo de Tormes , una de las cumbres del género. Asimismo, desde el inicio hasta el final, Labarca se da el gusto de mencionar a amigos suyos con sus verdaderos patronímicos, a figuras de la literatura, la música o el cine de su predilección e inclusive a grandes deportistas que han sido sus ídolos en la edad joven o madura. ¿Hay algo de malo en esto? Por supuesto que no. El autor ha escogido una forma narrativa que le acomoda y le sabe sacar partido para rendir homenaje a quienes él quiere elogiar. El problema es otro: Los 50... podría caer en el hartazgo de acontecimientos y por lo tanto en la falta de progresión dramática, un peligro que invariablemente acecha a esta clase de ficciones. Si bien Labarca parece inconsciente de estos vaivenes, al concebir a una figura entrañable como el Flecha, olvidamos cualquier pecado menor frente a un texto entretenido que, en definitiva, rescata a esos seres malheridos y capaces de reinventarse que son nuestros inefables saqueadores internacionales.