Estoy escribiendo un libro desde hace ya demasiado tiempo. Y sospecho que el atraso no se debe a razones intelectuales y socialmente bien vistas -no es que quedo sumergida en el "proceso creativo" y no logro salir de ahí dentro-, sino, por el contrario, a que hago muchas cosas a la vez y a las más íntimas e intransferibles me cuesta darles un cierre.
Hace unos días, por ejemplo, suspendí la escritura -porque sí, porque ya no aguantaba más, porque era hora de empezar a postergar - y me puse a merodear por la casa. Me detuve frente al espejo, me arranqué unas canas; seguí hasta la cocina, me preparé un té; entré en WhatsApp, le hice un chiste malo a una amiga; y terminé frente a la biblioteca, de cara a los cuatro tomos de las Obras Completas de Borges, que estaban negros de humedad porque hace años diluvió y no me di cuenta de que había una gotera sobre un estante. El resultado es que se arruinaron algunos libros, pero sobre todo se arruinaron los Borges, que con el paso de los años quedaron con las hojas recubiertas por una especie de hollín seco: hongos.
Esa tarde -hace muy pocos días- decidí, entonces, que era el momento de empezar a limpiar los tomos página por página. Así que agarré el primer volumen y comencé: primero tomaba una hoja, la leía, la rumiaba, y después le pasaba el trapo. En unas horas terminé con Fervor de Buenos Aires y Luna de enfrente. Y, sobre todo, me entregué a un ejercicio ritual que me sumió en un estado extraño, inesperadamente reflexivo.
Las Obras Completas de Borges están en la biblioteca desde mis veintipico años -que es cuando las leí-, pero recién en este último encuentro tuve la impresión de que Borges, como ocurre con el tango, me hablaba. Mientras pasaba las páginas notaba con asombro que su mundo era el mío y que su desgracia era mía, porque Borges pensaba, desde su humanidad pequeña y su cerebro deslumbrante, en los mismos tópicos que hoy me atormentan: el problema del tiempo y del espacio; y la chance de que la existencia sea un invento neurótico, una debilidad humana.
Hace rato que estas cuestiones me aturden. Desde hace poco más de un año, la sola idea de estar viva viene acompañada por un fondo de tormenta que me dice: todo es poco; todo acaba. Si el susurro aparece de noche puedo llegar a tomar una pastilla o un vino, o cualquier otra cosa que adormezca la llama y evite que me detenga en lo que finalmente pasa. Que es, supongo, la crisis de la edad: la sensación de que hay que hacerlo todo ahora porque es ahora o nunca. Y la sospecha íntima, casi ósea, de que terminar algo es, también, matarlo. Y de que, pasados los cuarenta, toda idea vinculada a la muerte entra en el terreno de lo sensible.
Tal vez sea por eso (porque tengo cuarenta y uno, porque tengo -como mi computadora- todas las ventanas abiertas y porque eso también es una expresión de deseo: de querer mirarlo todo antes de que todo termine), tal vez sea por eso, digo, que en estos días, mientras leía y limpiaba, me centré en la hondura existencial -y en la biografía paralela- que se teje en la mentada procrastinación, esto es: en la tendencia a postergar, a no cerrar puertas, a no dar punto final a nada. Las Obras Completas de Borges, por ejemplo, me las regaló mi padre cuando empecé la carrera de Letras (que no terminé); adentro del tomo 1 había una postal de mi padre dirigida a mí y a un novio de entonces, que murió hace un año (eso sí es terminar); la vida, en síntesis, también puede desarmarse en dos categorías identificables: lo que se termina y lo que no. Y es por eso, quizás, que si la postergación -esa burocracia impuesta por la propia cabeza- es el truco que uno tiene para intentar detener el tiempo, debiera ser vista ya no tanto como una maldición contemporánea, sino como un síntoma de rebeldía y enojo: como un grito que, cada tanto, podríamos respetar.