En tiempos recientes, la crisis de la socialdemocracia sobre todo en Europa ha sido uno de los procesos más destacados. No cabe duda de que se trata de una crisis del socialismo tal como evolucionó a partir del 1900 en su partido paradigmático, la socialdemocracia alemana, que terminó por aceptar e incluso afirmar a la democracia multipartidista y con ello limitar el alcance de su voluntad de transformación. Lo que finalmente suceda en Europa tendrá repercusiones universales en todo tipo de socialismo democrático. Aparte del cacareado malestar con la política (siempre se ha desconfiado de ella), ¿qué sucede con el socialismo?
Si reducimos los valores fundamentales de la política moderna a tres -orden, libertad e igualdad-, el socialismo es el principal adalid de la última. Es su tarea. Los otros dos están a cargo de conservadores y liberales. En la democracia moderna, donde surgió todo este dilema, su centro de gravedad exige que cada una de las tres persuasiones políticas asuma en parte algunos rasgos de los otros valores. El liberal se da cuenta de que la libertad sin orden carece de sentido; el conservador, que sin abrirse al sentido social y a la espontaneidad de la naturaleza humana al final solo defenderá un orden estático, que no es el que fundó la tradición. El socialista debe asumir el orden porque si no, una posición extrema se hará cargo de la situación; y en un sistema colectivista, sin libertad, de aparente igualdad, se enmascaran desigualdades más brutales.
En la división entre socialismo democrático y socialismo revolucionario que tuvo lugar hace más de 100 años, el socialista puede optar por una versión de democracia popular (la Unión Soviética), o un socialismo caudillista, o que combine nacionalismo y marxismo. Les es común que no tienen nada de democrático. Y los sistemas marxistas que se derrumbaron dieron lugar a diferencias sociales abismantes, no siempre por culpa del llamado neoliberalismo; lo traían en su ADN de práctica política, como la autoprivatización de los comunistas rusos.
El rechazo de la vía revolucionaria y populista es la marca del socialismo democrático; también de aquí nace un problema cardinal: cómo no confundirse con el sistema que debe reformar; cómo no diluirse hasta ser casi otro partido más del establishment . Aquí comienza la mala conciencia del socialismo, aunque en la Europa actual en la mayoría de los casos no han sido las fórmulas populistas de izquierda las que le han sustraído apoyo. ¿Qué puede hacer entonces el socialismo democrático? Aceptar que su grandeza y su límite está en actuar en ese juego de los tres valores y dentro de las circunstancias siempre cambiantes insistir en la orientación polar a la igualdad, aunque sabiendo que insistir mucho en ella será contraproducente (lo mismo vale para los otros valores).
El socialismo chileno en su historia de la primera mitad del siglo tuvo tendencias disparatadas; después evolucionó hacia una identificación prácticamente unánime con las versiones radicales (Cuba, el régimen de Alemania Oriental), para finalmente en su gran mayoría asumir los valores y prácticas de la sociedad abierta, de la democracia. Al comienzo tuvo un éxito formidable. Con Ricardo Lagos, por ejemplo, incluso fue más avanzado que la Democracia Cristiana. Por nuestra historia y por las tendencias en el mundo no desarrollado era más que probable que resucitara alguna tentación populista o radical; crecía la mala conciencia, y también frivolidad teñida de heroísmo (todo tan mezclado en esta vida). El desafío reside en retornar a un punto de equilibrio creativo entre la igualdad y los otros valores.