Una de las cosas que me llamaron la atención cuando conocí a Jorge Teillier fue una frase que vine a comprender mucho después: lo más importante en literatura es la distancia, dijo. Era una frase pronunciada al azar, entre muchos otros temas de los que hablamos en esa ocasión. Yo era entonces un liceano e intentaba, con algunos amigos, armar el primer número de una revista literaria (y liceana) que al final tuvo dos (quizás tres). Pero lo que cuenta aquí no es la nostalgia de la adolescencia, sino esa frase: lo importante en literatura es la distancia.
Nosotros habíamos leído a Jorge Teillier, para mí era un gran poeta y él no sólo había aceptado darnos una entrevista, sino que además había venido, a pie, hasta la casa de uno de nosotros y lo teníamos allí, hablando de poesía y de la vida o de su vida, mientras bebía a sorbos lentos una botella de vino, como si hubiese estado conversando con un grupo de amigos en algún bar de provincias. Intimidado, entonces, porque era la primera vez que tenía un poeta frente a mí, uno verdadero, no un aspirante como éramos nosotros, no me atreví a preguntarle qué había querido decir exactamente, ¿qué entendía por distancia? Claro, a los dieciséis o diecisiete años todo es inmediatez, quizás por eso es muy difícil que un adolescente, por empecinado lector que sea, pueda entender a Proust (de hecho, yo llegué a Proust mucho después, por Modiano, que es una especie de Proust moderno) o a Kafka.
Pero no nos perdamos. La memoria es rara -y quien habla de distancia habla de memoria- porque fue muchísimos años después, conversando con mi amigo Javier Tomeo, que esa frase de Jorge Teillier vino a adquirir pleno sentido. Estábamos comiendo en un "chino" cerca de la Place d'Italie, y Javier, al enterarse de que había terminado el manuscrito de una novela, dijo: "Tú puedes haber escrito
La guerra y la paz o una buena mierda, nunca lo sabrás, mientras no esté publicada y no pase el tiempo. Tú no «tienes» la novela", agregó Javier. Y era cierto. Sólo entonces volvió a aparecer en mi cabeza, por esa química extraña entre lenguaje y memoria, la frase que Jorge había pronunciado como sin querer una tarde de mi adolescencia. De hecho, al releer ese manuscrito durante el verano, poco después de esa conversación con Javier, llegué a una conclusión definitiva: había escrito, en efecto, una buena mierda.
Volví a París en un estado de decepción o de depresión absoluta, pensando si valía la pena reescribir esa novela fallida o quizás era mejor olvidarla y embarcarme en otro proyecto. No había tomado aún una decisión, cuando me llamaron de Barcelona: ese manuscrito acababa de obtener el premio Biblioteca Breve. Pensé que se trataba de una broma de mal gusto y el editor tardó unos minutos en convencerme de que no se encontraba entre mis amigos barceloneses que se desternillaban de la risa mientras él me hablaba, sino que salía de la reunión del jurado que acababa de deliberar. Se me objetará que un premio, por importante que sea, no confirma la calidad literaria de una novela. Y eso es muy cierto. Pero en fin, es al menos una lectura externa y, hasta donde se puede, objetiva.
Con los años y las novelas sucesivas, uno aprende a manejar esa distancia, es decir que la respuesta a esa pregunta que, honestamente, todo escritor se hace al acabar un manuscrito -¿
La guerra y la paz o una buena mierda?- no sea quizás ni lo uno ni lo otro: el manuscrito, transformado en libro, es como un barquito de papel lanzado al vasto océano de la literatura; otros juzgarán, quizás cuándo, quizás dónde, quizás cómo. También se podrá pensar, desde una óptica más radical, que no tiene ningún sentido seguir agregando "barquitos de papel" al vasto océano de la literatura, que es una actitud espiritual pretenciosa y vana. Puede ser. Pero diría que eso tampoco le compete al escritor: el resorte íntimo del escritor es el deseo, nada más. Paul Ricoeur, citando a San Agustín, plantea que la aporía del tiempo sólo se supera agregándole al instante presente la memoria, el pasado, y el porvenir, el futuro. El trabajo del escritor quizás consista sólo en esto: conectar en el presente de la escritura la memoria con el porvenir; es decir, con la construcción de otro texto.