¡Eureka! Entre los economistas retornó el consenso. El crecimiento económico, coinciden, es un objetivo deseable -o mejor: indispensable-, y Chile lo viene haciendo en forma exasperantemente mediocre por el estancamiento de lo que ellos llaman el "crecimiento potencial", esto es, la tasa hasta la que una economía podría crecer usando plenamente el capital, la fuerza de trabajo y la tecnología de la que dispone.
Hasta aquí el acuerdo. Cuando se trata de explorar las causas y dictaminar los remedios afloran dos tesis contrapuestas. Una, la oficialista, dice que el origen está primordialmente en la debilidad de nuestros socios comerciales y en la acumulación de problemas estructurales, como son la calidad de la educación y la falta de innovación y competencia. No desconoce el impacto de las reformas tributaria y laboral, pero lo estima menor y en cualquier caso coyuntural. La otra tesis, en la que coinciden un variopinto grupo de economistas, sin pasar por alto los factores antes mencionados, sostiene que fueron esas reformas, sumadas a un discurso político volcado a la desigualdad, lo que provocó la declinación. La salida para los adherentes de esta tesis es simple: cambiar de gobierno; para los sostenedores de la primera sería, si la hay, de índole estructural.
Con el riesgo de ser tildado de entrometido, me atrevería a formular una tercera tesis. Es la siguiente: si la economía de Chile no crece más es porque los chilenos no tenemos ganas. Ganas de trabajar más, de invertir más, de ahorrar más, de arriesgarnos más; vale decir, todo eso que redunda en productividad. Pongámoslo así: lo que limita el crecimiento económico es la declinación de nuestro deseo.
El panorama de hoy es diametralmente distinto de aquel cuando crecíamos al ocho por ciento. De partida, somos más viejos. Entre 1990 y 2015, la población sobre los 65 años se duplicó y, huelga decirlo, a más edad menos energía, menos deseo y, obvio, menos crecimiento. En seguida somos más ricos, todos, los ricos desde luego, pero también la clase media y los pobres, y con la riqueza, lo sabemos, vienen el confort, la complacencia y la aversión al riesgo. Tenemos más oportunidades, y esto hace que busquemos realizarnos en actividades ajenas al trabajo productivo. Somos también más independientes, por la educación, el transporte, la tecnología y la protección que brinda el Estado, lo que nos vuelve menos disponibles para aceptar la disciplina del que vende ciegamente su fuerza de trabajo. Además, cunde la impresión de que los frutos del crecimiento se reparten mal, lo que nos vuelve más reacios a darlo todo por este objetivo. Como si todo esto fuera poco, hay una variable de dimensión planetaria: el ecologismo, que de la mano ahora con el Vaticano horada profundamente la épica del crecimiento, especialmente entre los jóvenes.
Chile llegó, digámoslo así, al límite socio-emocional de su crecimiento potencial, y no hay energías endógenas capaces de expandirlo. Para reinyectar la erótica del crecimiento se requiere de una fuerza externa, que en todas las épocas y en todas las latitudes, cuando no es la guerra, es la inmigración. Ojalá apostemos por la segunda.