Mitómano, megalómano, narcisista maligno, sicópata y sociópata fueron solo algunos de los diagnósticos con que esta semana diversos especialistas de salud mental se refirieron a Rafael Garay Pita en televisión. Psiquiatras, sicoanalistas, psicólogos, psicólogos forenses y morfo-psicólogos, además de grafólogos y analistas de lenguaje no verbal, coparon los ya atiborrados paneles de matinales para analizar con total liviandad al ahora imputado por delitos de estafa, al mismo sujeto que meses atrás llegaba a ocupar esas mismas sillas como experto en economía sin responder a ningún control editorial.
Hoy es sabido que Garay nunca fue economista, pues tras cursar Ingeniería Comercial no hizo la especialización. Hoy es sabido que nunca tuvo el cáncer terminal que, en entrevista con el hombre ancla de "Bienvenidos", el matinal de Canal 13 dio a conocer acompañando su fantasioso relato con radiografías de columna de una mujer. Hoy es entendible que los mismos canales que dilapidaron recursos en tener a periodistas en Rumania, a bordo de los aviones donde se le extraditó, en el aeropuerto donde llegó y en los tribunales donde se le formalizó, estén expiando la culpa de haber caído presa de un engaño que puso al descubierto su negligente falta de control.
Porque de qué otra forma se explica que un supuesto experto que daba entrevistas en evidente estado de ebriedad suscite tanta atención. En tiempos en que las defraudaciones de todo tipo -piramidales, de colusión, institucionales e incluso de financiamiento de la actividad pública- se han tomado la agenda informativa, nadie ha sido objeto de una persecución igual. Y no es que en sus justificaciones no hayan existido declaraciones tan insólitas como inventar una enfermedad ("Me da vergüenza, pero es lo (me) que tocó" o "lo hice por el bien del país").
No hay grandes equipos de prensa, ni hablar de matinales, investigando la vida privada, hábitos y deslices de autoridades (y sus parientes) o de empresarios (y sus financiados); mucho menos intentando dar una explicación conductual desde el ámbito de la salud mental.
Garay, un personaje digno de protagonizar un capítulo de "En su propia trampa" o del ya desaparecido "El cuento del tío", se vuelve atractivo porque la bajeza de su acción, en cierta forma, nos parece más cercana, casi como la traición de un familiar. Engañó no solo a quienes se querellan contra él, sino a todos quienes hacen y observan la televisión. Y, por eso, estamos dispuestos a verlo padecer.
Que la administración de justicia se vuelva un acto mediático no deja de ser sintomático. Hay revancha, pero también hay expiación.
Solo en las últimas semanas asistimos en horarios televisivos considerados familiares a grandes segmentos de las audiencias de juicio abreviado por el infanticidio de la secta de Colliguay, y al juicio oral por la brutal agresión contra Nabila Rifo; en ambos casos, con más expertos en salud mental en paneles de discusión.
En los mismos horarios en que tarotistas, astrólogos y médiums hacen nata, se instaló la discusión sobre un delirio místico compartido que puede llegar a asesinar a un recién nacido. En las mismas señales en que se emiten concursos, programas y realities lesivos para la dignidad de la mujer, surge la empatía con la víctima de un femicidio frustrado y mutilación.
Mostrar a los acusados en sus banquillos solo dejaría de leerse como morboso si la televisión -el medio de comunicación con mayor alcance social- intentara alguna reparación mejorando su control editorial. Esa es la lección que deja un estafador como Garay.