Este año he sido invitado a dictar un curso en una antigua universidad porteña, cosa que me llena de alegría, no solo por la docencia, sino también porque es una estupenda excusa para escapar de la bulla y llegar al mar. A falta del cómodo tren que debería conectar ambas ciudades en 45 minutos, debo viajar en bus, de todos modos aceptable, excepto si va repleto o está maloliente, que no es raro.
En esta ocasión vuelvo del puerto a la capital al caer la tarde, y me acomodo al lado de la ventanilla. Llevo un diario para leer. De pronto aparece un hombre y me pregunta por el número de su asiento; le confirmo y se sienta a mi lado. Me hace un par de comentarios triviales, sobre el clima, el trayecto. "Un hombre locuaz", pienso algo contrariado, mientras lo observo con más detención. Manos muy curtidas, dientes gastados y manchados por el tabaco, anteojos viejos, ropa sencilla. ¿Tendrá mi edad? Hay algo en el gesto y la mirada que resulta sincero. "¿Vive en Valparaíso?", me pregunta. "No, vine por trabajo", le contesto. "¿Qué hace usted?", me pregunta. "Soy arquitecto". Me mira con un brillo en los ojos. "Siempre quise ser arquitecto...", me dice. Ahora sí tengo curiosidad. Su oficio es de gásfiter, "certificado", me dice con orgullo. "Es lo que sé hacer y lo hago bien. También hago remodelaciones". Estudió en un liceo técnico de Recoleta, en Santiago, aunque buscó fortuna en Punta Arenas y luego en Valparaíso, ciudad que adora. Conversamos sin parar todo el trayecto: de educación, tecnología, transporte público, diseño urbano, historia de Chile. "Leo y opino de todo", me dice, "pero escucho en silencio y soy el último en opinar". Sin darnos cuenta, estamos llegando al final del viaje. "¿Es usted feliz en Santiago?", me pregunta. Le digo que tengo la suerte de vivir cerca de mi trabajo y en un lugar agradable, de modo que no me quejo, pero sé que es una ciudad dura, que ofrece poco a los que tienen poco. "Yo vengo a la capital solo a visitar a mi familia, pero espero no quedarme mucho tiempo", me dice al despedirse. "¡La esperanza es lo último que se pierde!", le digo, tratando de ser amable. "¡Y el hambre!", me retruca sonriente mientras avanza por el pasillo con sus bártulos, baja y se pierde en el bullicio del andén. Me quedo un instante suspendido. Pienso en este país donde el prójimo casi siempre esquiva la mirada y apenas se habla en la calle, donde en un ascensor nadie se mira ni saluda; donde, si alguna vez tuvimos esa intensa civilidad callejera, alegre y curiosa, que florece y encanta en tantos países del mundo, repentinamente la perdimos, y poco hemos hecho por recuperarla. Excepto por este hombre, inteligente y lleno de energía, que me recordó que lo mejor está siempre por venir.
Nunca nos preguntamos el nombre.