Ignoro en qué momento adquirió prestigio definitivo el hecho de decir la verdad "a todo evento". Al menos en la estructura tradicional de la familia burguesa, en funcionamiento digamos hasta comienzos del siglo XX, la omisión y la alteración de la verdad eran parte de la supervivencia. Se cuidaba, en este sentido, lo aparente, categoría de valor ontológico: lo que no ascendía a la superficie simplemente no era. Un hecho horrible o vergonzoso podía fermentar sepultado bajo unas cuantas capas de pavimento y eso nos permitía seguir adelante en la esfera consensual -social- de la existencia.
Generalmente los secretos de familia se originaban en desacatos radicales a alguna de las leyes tácitas de nuestra tribu. Pero por aberrante que fuera el acto inicuo casi siempre era susceptible de ser perdonado. En cambio, mentar el secreto, revelar el núcleo encubierto por el silencio del clan, eso sí constituía una herida persistente: el desacato a la ley del secreto. Ya sabemos que hace un siglo a Joaquín Edwards Bello le hicieron "la neumática" en Santiago después de publicar El inútil : se suponía que la novela era en clave, y mucha gente insistió en reconocer en ella sus vidas registradas en sus aspectos inconfesables.
Es curioso que hoy la apariencia sea un concepto moralmente cuestionado. Un aparentador vendría a ser como una mala persona, que se pone en falta en relación con un deber ser idealizado, caballeresco, que nadie en la práctica aplica cabalmente en su conducta diaria. Es más, yo diría que desde el momento en que salgo a la calle aparento algo, una facha, una disposición, un ánimo, simplemente porque resultaría intolerable enfrentar el mundo con la verdad. Una comunidad donde se enrostren verdades de modo sistemático se asienta sobre una bomba de tiempo. La hipocresía, en este sentido, vendría a ser como un instrumento de la tolerancia entre seres humanos, un mecanismo de amortiguación.
Lo que se denominaba la buena educación -lo digo en pretérito porque cada vez se escucha menos hablar de esto- implica un poco de apariencia y otro tanto de hipocresía. E implica, sobre todo, no sacar a la luz ciertas verdades que podrían herir al prójimo o ponerlo incómodo. O sea, no mencionar la soga en la casa del ahorcado, como se decía vulgarmente. La buena educación era -y me imagino sigue siendo- un sustento para el afianzamiento de la sociedad, una colección de procedimientos prácticos que se aprendían o por osmosis o a través de reconvenciones y sermones.
No se trataba de negar los aspectos lúgubres de la vida, los deseos oscuros, los sentimientos mezquinos, sino de generar una brecha de omisión que nos permitiera pasarlos por alto. Es posible que la idea de fondo fuera esta: si el mal no llega a nuestras conversaciones, no se vuelve normal, no se infiltra, no se naturaliza.
La relación de las personas con la verdad tiene como modelo un antiguo trauma y eso se nota en que esta relación siempre es problemática. El que se jacta de decir la verdad en todos los frentes miente desde el instante en que lo comunica.