Una amiga de una amiga no lee a Saul Bellow porque es un misógino. A muchas mujeres les pasa lo mismo con Philip Roth. Otra gente no lee a Nicanor Parra por su ambigüedad en septiembre del 73 ni a Chesterton por sus resbalones antisemitas ni a Junger porque usaba el uniforme nazi. Más allá del problema de gusto personal, estas lecturas tajantes plantean la vieja pregunta de si se pueden leer libros que te ofenden. ¿Se puede siendo judío leer a Céline, o musulmán y leer a Houellebecq o africano y leer a Naipaul? ¿Se le puede perdonar a Neruda su oda a Stalingrado, y a Hemingway, sus toreros y cazadores de leones, o se debe expurgar esa crueldad y leer solo a escritores que se llevan bien con sus mascotas?
Los escritores liberales solemos responder a estos intentos de censura moral con una indignación gremial perfectamente ridícula. Queremos creer que existe ese lector puro que atiende a la "calidad" de la escritura más allá de la ideología de quienes escriben. Pero la "calidad" es en literatura un concepto tan hueco como engañoso. Los mejores escritores no son los que mejor emplean las figuras retóricas a su disposición. Mal le pese al pobre Nabokov, los libros dicen cosas y esas cosas son tan importantes como la forma en que las dicen.
Puedo apreciar los cuadros de Velázquez sin preocuparme de lo que pensaba del absolutismo, porque trabaja con formas y colores y no con ideas. Sus cuadros en El Prado están separados de mí por una distancia, un marco, una tela, una sala. El placer de la lectura se basa en la sensación falsa de que esta distancia ya no existe, de que el libro que lees se está escribiendo no solo para ti, sino en ti. Es tu memoria. El gris es para cada cual un color distinto, o el amor, distintos nombres y rostros, la materia esencial de la que está hecha el libro. Al leer prestas tu voz, tu cuerpo entero que mientras lee no puede hacer otra cosa que leer.
Por eso el ejercicio de leer un libro que ofende tus convicciones más básicas no puede ser más que torturante. Una tortura no porque tengas que enfrentarte con mentes opuestas a la tuya, sino porque tienes que prestarle tu memoria, tu voz, tu vocabulario a esa mente contraria; porque tienes que colaborar con su infamia dando vida a sus letras muertas. Leer a un misógino, a un racista, a un conservador o a un revolucionario termocéfalo, significa viajar a la misoginia, al racismo, al conservadurismo o el extremismo que hay en ti. Es eso lo que no soportamos de las opiniones indefendibles de un escritor, la sensación muchas veces placentera de que estas opiniones por un segundo pueden ser las tuyas, la sensación a veces perturbadora de que en tu cabeza el visitante juega siempre de local.
Nos consuela el que tampoco el escritor queda indemne de esa especie de violación consentida. La opinión es solo una parte de la literatura; las imágenes, los escenarios, los personajes que las sostienen nos cuentan otra historia que la que el libro quiere contarnos. En los grandes escritores ese equívoco crece, porque un gran escritor es generalmente alguien que ejerce con pasión el arte de estar en desacuerdo consigo mismo. El éxito literario es siempre un malentendido. Dostoyevski no logró convencer a casi ninguno de sus lectores de convertirse en ultraconservador amante de la Rusia zarista. Muchos se convirtieron a la fe de sus antihéroes más famosos, Raskolnikov e Ivan Karamazov. Leer con amor a alguien que desprecias es también una forma de hacerlo tuyo, de obligarlo a deponer las armas y a explicarte en tu idioma, como lo hizo tantas veces Edward Said con la literatura colonialista que amaba como lector y le repugnaba como víctima de ese colonialismo.
En eso también la lectura se parece al sexo, convierte al enemigo en pariente. La lectura es así un pacto de entrega. A veces algo nace del embate, otras veces el romance termina mal, otra vez es solo un
touch and go. Da lo mismo, al abrir el libro tenemos que aceptar el placer de entregar alguna virginidad a cambio del éxtasis. Es quizás justamente eso, el miedo a ser poseído lo que lleva hoy por hoy a tantos críticos literarios a desechar o alabar sus libros solo por sus temas, como si se tratara de tesis universitarias o estudios de campos sociológicos. Libros que presentan a la mujer, los niños, los pobres, los gays de la manera adecuada, limpia y correcta, útil a la revolución, el orden, la religión y las buenas conciencias de las redes sociales. Hijos del sida, leen con preservativos, sin pasar por el placer de estar de acuerdo con lo que no estás de acuerdo, de entender lo que no entiendes, de perdonar lo imperdonable. En esa frigidez quizás habita el miedo a no regresar a sus endebles convicciones. Leen para estar de acuerdo o para polemizar, cuando leer es hacer las dos cosas al mismo tiempo y otra más que se llama dejarse ir. No entienden que en la lectura, como en el amor, rendirse es muchas veces la mejor forma de resistir.