A pesar de lo genuinamente quitado de bulla que es -nunca da entrevistas ni aparece en público, vive recluido en una remota granja con su familia- Denis Johnson se ha ido convirtiendo en un autor de culto gracias a los premios que ha recibido, a la aclamación crítica que suscita su obra y a que, en realidad, es un caso de rara originalidad dentro de la actual narrativa norteamericana. Desde
Árbol de humo, que en 2008 recibió el National Book Award, hasta
Hijo de Jesús y
El nombre del mundo, Johnson ha demostrado que se puede cultivar una prosa sencilla para describir un mundo primitivo, vibrante, en el cual las personas viven según el ritmo de la naturaleza, poseen intelectos sin sofisticación y, sobre todo, se rigen por valores morales que hoy parecen arcaicos aunque, en el fondo, son los mismos que han permitido la convivencia civilizada por los pasados siglos. Lo casi asombroso en los tiempos que corren es que en las narraciones de Johnson están totalmente ausentes la violencia, el sexo, las traiciones, la truculencia y, si no fuera por la atronadora fuerza del clima, la presencia de un paisaje inabarcable o los inevitables accidentes humanos, se diría que sus obras presentan una extraña nota pastoral, un marcado acento bucólico.
Sueños de trenes, el último libro de Johnson en ser traducido al español, cuenta la larga vida de Robert Grainier, un jornalero del Oeste americano que nació a fines del siglo XIX y murió en 1968, "tuvo una única amante -su mujer Gladys-, fue propietario de media hectárea de tierra, dos yeguas y un carromato. Jamás se emborrachó. Jamás adquirió un arma de fuego ni habló por teléfono. Viajó habitualmente en tren, muchas veces en automóvil y en una oportunidad en avioneta. Durante la última década de su vida, solo vio la televisión siempre que iba por el pueblo. Jamás averiguó quiénes eran sus padres y no dejó ningún heredero".
Como resumen de una trayectoria vital, las palabras transcritas parecen indicar un cuadro bastante deslavado, quizá incluso un tanto aburridor en cuanto a los estándares del presente sobre protagonistas de ficciones novelescas. Y la verdad es que, al comienzo, da la impresión de que va a ser así y de que
Sueños de trenes será una epopeya en miniatura de alguien sin ninguna importancia: Robert trabaja en la construcción del ferrocarril que une Idaho con los otros estados de su país, es un solitario que se lleva bien con todo el mundo, sabe leer y escribir y maneja las cuatro operaciones aritméticas en una época en que eso era infrecuente, jamás se queja de nada, le pagan lo suficiente para subsistir y aun así puede ahorrar dinero para comprarse un terreno; en fin, es una persona tan común y corriente, que, si no fuera por la excepcional convicción con la que Johnson escribe, tendríamos que concluir que estamos ante un ser por completo insignificante.
Y Robert podría ser cualquier cosa menos insignificante. Bien superada la treintena, conoce a Gladys en la iglesia metodista del pueblo, la corteja, se casa con ella, tienen una hija, Kate, y los tres van a misa regularmente. En esos tiempos y en ese medio, era inconcebible pensar y actuar de otra manera, vale decir, mantenerse lejos de la Biblia y de Dios, si bien, como corresponde en estas materias, es Gladys quien lleva la voz cantante. Un incendio terrible acaba con esta pobre y modesta felicidad. Sin embargo, tras mucho esfuerzo, Robert logra reponerse, reconstruye con sus propias manos su casa, acoge a una perrita y continúa desempeñándose en oficios menores, sin matar a una mosca ni sufrir agresiones por parte de nadie.
¿Puede la síntesis previa dar para una novela? En el caso de Johnson, desde luego que sí.
Sueños de trenes no abarca solo la peripecia vital de Robert, sino que es una especie de historia natural y antropológica de Idaho, de su fauna, su flora y, en particular, las leyendas de los indios kootenai, quienes conviven en una inestable armonía con los blancos, enriqueciendo su cultura gracias al folclore, las canciones, el modo de hablar y vestirse.
De esta forma,
Sueños de trenes adquiere un peso adicional que, a la postre, posee tanta gravitación en el relato como las aventuras de Robert. Y lo que al principio semejaba poco más que una crónica de costumbres, se convierte en una cadena de episodios divertidos, mágicos o espeluznantes. Con todo, Johnson jamás abandona el bajo perfil para contarnos cuentos, en ocasiones durante una breve conversación. Y en esta consciente elección de rechazar la alharaca está el mérito superior de este volumen.
Sueños de trenes
Denis Johnson
Literatura,
Random House,
Santiago, 2016,
137 páginas,
$12.000.
Novela