En este último tiempo me preguntan con insistencia si ha habido una época más revuelta que la actual. Mi respuesta invariable: "¿Cuándo ha habido tiempos que no aparezcan revueltos para sus contemporáneos?". Jamás en la historia humana. En algunas regiones ha habido épocas más calmadas, más felices si se quiere, y otras más desgarradas. Si los hombres no laboran para mejorar la situación, esta indefectiblemente empeorará. Por eso hay que identificar lo que está en juego.
El orden internacional de la modernidad, por precario que nos parezca -solo las dos guerras mundiales dan ejemplo de sobra para descreer de la racionalidad humana-, ha dependido en su aspecto positivo de la convergencia entre Europa Occidental y Estados Unidos, por su influjo político y en ideas, y por el desarrollo económico y social. Sin ella, las fuerzas dominantes del siglo XX hubiesen sido el nazismo o el comunismo. Las democracias en las dos riberas del Atlántico han sido el puntal de la cultura ahora global que ilumina -a veces confunde- la deliberación acerca de quiénes somos y qué deberíamos hacer. La democracia como aspiración está presente en la mayoría de los rincones del globo, aunque se la practica con cierta dignidad en menos de la mitad de las naciones. Por fundamentos de la creación humana, es poco probable que pueda sobrevivir si se debilita hasta lo irreconocible en las zonas donde se acunó. Y en los países donde se la construye, poco resultará si no está acompañada por el desarrollo económico y social, aunque no haya relación de causa y efecto: no es cosa de que la simple prosperidad produzca democracia.
Esto no quiere decir que sea una institución puramente "occidental", o "blanca", o "capitalista", etc. Las nociones de izquierda y derecha, o el "antiimperialismo", la visión crítica, el indigenismo, son incomprensibles fuera de esa germinación, aunque sean asumidas en otras regiones. La existencia de una cultura global no garantiza una gobernabilidad democrática global ni siquiera donde se originó. Fuera de allí solo existen tres ejemplos en donde hay desarrollo económico y social junto a democracia -dos de ellas incipientes- y las tres se hallan en el círculo cultural confuciano: Japón, Corea del Sur y Taiwán. Da para un optimismo limitado. Si algo se demostró en relaciones internacionales en el siglo XX, es que las democracias no se hacen la guerra entre sí; de ahí que existan las semillas de la cooperación y solidaridad, por ardua que sea la coordinación. Si se debilita hasta lo irreconocible la convergencia euro-norteamericana (quisiera agregar, y latinoamericana), el resto de los países derivarán en autoritarismos y en otro tipo de articulación.
Un gigante económico, China, no es democracia por más que -paradoja- su atmósfera política sea más prometedora de lo que lo fue en todo el siglo XX; le falta aún un gran trecho para el desarrollo social. A la India le resta un camino todavía más largo, a pesar de que tiene en líneas generales una larga práctica en democracia. África y el mundo árabe parecen bastante impenetrables, con las excepciones muy parciales de Sudáfrica y Nigeria. ¿Nuestra América? La búsqueda de la democracia le ha sido consustancial en su historia republicana; parecemos avizorar un terreno sólido para que luego se agriete. Uno de los problemas, me parece, es la debilidad de nuestra tradición liberal, una base de la democracia moderna. El impulso a la libertad es poderoso; falta su correlativo, la autodisciplina que conjuga derechos y deberes cimentados en la persistencia. En fin, el panorama testimonia lo que está en juego en la coyuntura de nuestro tiempo.