Una de las escenas de la serie inglesa "Paranoid" muestra a un detective interrogando a un testigo valioso. El testigo habla de su mujer, en lo que parece ser una digresión emocional, y el detective lo interrumpe bruscamente varias veces para que vaya al grano. Infructuoso, el tipo insiste en hablar de su mujer. No explica nada de su parlamento, no pide que lo dejen armar sus frases como le dé la gana, simplemente hace una pausa y luego retoma aquello que se vio forzado a interrumpir. Nosotros, que hemos visto el desarrollo de la historia, entendemos que la mujer es clave en el misterio que se busca desentrañar -es la punta de la hebra-, pero la mayoría de los personajes no lo sabe.
Es bonito el efecto que se produce. El hombre que habla no es
cool, no es un antihéroe desafiante ni un romántico perdedor. Más bien se trata de un individuo promedio, atemorizado como estaría cualquiera ante una sucesión de crímenes en su entorno inmediato. Incluso su retrato hablado no sirve, porque se parece a mucha gente. Se permite esta licencia ante la autoridad solo porque está agotado, porque no tiene nada que perder y porque parece ya un poco ajeno a la concatenación exterior de los hechos. La tensión que se produce por ese pequeño desacato permite que la historia se manifieste con súbita profundidad, como el
flash de una epifanía.
Siempre son efectivos esos diálogos tensados al máximo de manera instantánea. En "El pato salvaje", de Ibsen, en el momento dramático en que se descubre a la niña muerta en el desván, uno de los asistentes se desploma de rodillas junto al cadáver y dice algo en latín, "polvo eres y en polvo te convertirás". Otro, un hombre implacable, le lanza una especie de gruñido seco: "Cállate, estas borracho". Esta pura frase de carácter realista, casi mezquino, le confiere a la muerte de la niña un contexto brutal, la devuelve a la esfera prosaica del día a día, donde los muertos se van a la fosa y los demás continúan con sus asuntos personales, como por el mandato de una inercia natural.
En otro frente, el de la narrativa, hay un recurso igualmente eficaz, el del desparpajo indiferente, que siempre es útil para solucionar problemas. Consiste en manifestar cierta impaciencia por seguir con el relato y no quedarse pegado en detalles. Bukowski, en
Shakespeare nunca lo hizo, obligado a dar cuenta de la visita a un castillo alemán que le importaba muy poco, lo despacha simplemente poniendo "era una especie de arquitectura". Una modalidad distinta utiliza Jorge Edwards, en
Los círculos morados, libro de memorias de tendencia ensayística. Ante la necesidad de describir un episodio dinámico, con personajes en acción, mete un punto aparte y luego la frase: "El tedio de contar".
Esto es claro. La diferencia entre los géneros está dada, más que por factores mensurables, por la inclinación del narrador o sujeto del texto hacia uno u otro rubro. Hay una voluntad predominante en todo texto. En el caso de Edwards, el motor del texto es la retrospección y en menor medida la especulación. Pasar a la relación de hechos le desbarajusta o perturba el curso de la escritura.