Doscientos años atrás, en un día como hoy, el Ejército Libertador triunfó en la Batalla de Chacabuco y dio lugar a la independencia de Chile. Pero también en estos días se recuerda otra efeméride, bastante menos gloriosa: diez años han transcurrido desde que la Presidenta Bachelet, entonces en su primer mandato, diera el "vamos" al fatídico Transantiago.
Proclamado por su impulsor, el ex Presidente Ricardo Lagos, como la "mayor modernización del transporte público que jamás se ha registrado en la historia de Chile", prometía un sistema de locomoción cómodo, seguro y económico. La reforma eliminaba las vetustas "micros amarillas" y las reemplazaba por relucientes "buses articulados". La flota necesaria sería reducida; con ello tendríamos menos congestión y contaminación. En lugar de precarios autobuseros, habría operadores de gran escala, seleccionados por licitación. La intrincada malla de recorridos se reemplazaba por una estructura racional de líneas troncales y ramales, integrada al Metro. En vez de la desenfrenada competencia de los choferes por coger pasajeros, el nuevo sistema marcharía regularmente al son de un sofisticado modelo de gestión de flota. Ya no sería necesario cargar los bolsillos de monedas, pues el pago se haría con tarjeta. Santiago, soñaron sus creadores, luciría así cual apacible capital del norte de Europa.
Bastaron solo unas horas de operación del prodigioso sistema para demostrar que algo se había planeado muy mal. Y, como suele ocurrir, las consecuencias las sufrieron -y las sufren aún hoy- los más pobres. Aunque algunos avances se hayan logrado desde entonces, es claro que los US$ 6.000 millones que ha destinado el fisco en los últimos diez años a paliar algunos de sus defectos habrían tenido otros usos prioritarios. Sospecho que mucho del descrédito en el que luego cayeron las propuestas de los técnicos -y la consiguiente preeminencia de los planteamientos utópicos- nació de esa suerte de defraudación de la fe pública que significó el sonado fracaso del Transantiago. ¡Si hasta algunos ven -paradójicamente- en este engendro estatista un vástago del pensamiento neoliberal! Cientos de estudios y artículos serios se han escrito desde entonces para identificar las causas del desastre. Destacan: la arrogancia planificadora estatal, el desconocimiento de la realidad de los usuarios y la ciudad, el desdén por los incentivos económicos y la sana competencia, la insistencia política en mantener tarifas irreales, el afán por adelantar la puesta en marcha de un proyecto aún inmaduro.
¿Habremos aprendido la lección? Mucho de lo que hemos visto en lo educacional, lo tributario y otros campos durante el actual gobierno comparte algo del mismo mal: una reforma radical, de corte estatista, elucubrada por unos cuantos técnicos, insuficientemente estudiada y debatida, con pasmosa celeridad, es enarbolada por algún político en campaña y aplicada luego "a matacaballo". Ojalá el presente año electoral sea diferente.