El cambio de las reglas del juego en el tablero mundial y el legado del gobierno de Michelle Bachelet serán los dos hechos más relevantes que enmarcarán la elección presidencial de noviembre próximo. Ambos, además, van de la mano. El país sabe cuál es el precio de elegir mandatarios que han interpretado mal el signo de los tiempos. Por ejemplo, uno de los primeros errores de cálculo del actual gobierno, y que no tardó en aflorar, fue su equivocada lectura de los ciclos económicos globales.
Esto, junto al convencimiento de que el país era capaz de sobrevivir a los desequilibrios exteriores sin pagar un precio elevado -como ya había sucedido con la crisis de 2008-, le llevó a adoptar medidas como la reforma tributaria, autodestructivas para el crecimiento. Un primer equipo económico, incapaz de descifrar las claves del impulso fiscal del gobierno precedente, se dedicó a despilfarrar el crédito del país en el más amplio sentido de la palabra.
El legado: la conducción impropia del Estado
El manejo impropio del Estado, con todo lo que ello significa, es el rasgo distintivo de este segundo mandato de Bachelet.
Impropio en el sentido que el Ejecutivo ha llevado de excursión a los poderes públicos hasta ámbitos donde los chilenos ya habían definido sus soluciones, aunque fuera con imperfecciones. Así ha ocurrido con la educación. Chile tenía un nivel de gasto respecto de su PIB similar al de los mejores países de la OCDE, solo que la inversión la decidían las familias, no el Estado. Lo que ha cambiado es que ahora este toma el dinero de los ciudadanos vía impuestos y lo asigna de acuerdo a criterios discutibles que realmente no se pueden discutir.
Impropio también en el sentido que el Estado ha sido mal conducido. Las reformas se han planteado desordenadamente -con más afán de confrontación que de consenso-, el Gobierno demostró falta de liderazgo durante amplios lapsos de tiempo y la ética pública se desmoronó, con escándalos que salpicaron a la propia Jefa de Estado y a su familia.
El crecimiento más mezquino de la democracia
La falta de empatía con los ciudadanos ha sido generalizada. Casi lo primero que hicieron los poderes públicos durante este período presidencial fue incrementar el número de individuos acogidos en la clase política y mejorar sus emolumentos hasta situarlos entre los mejor pagados del planeta.
El resultado de todo esto han sido los años de crecimiento económico más mezquino desde la recuperación de la democracia y un deterioro sostenido del compromiso cívico.
El corolario del manejo impropio del Estado ha sido la tragedia de los incendios forestales de este verano. El mundo asistió atónito al fracaso del Estado chileno a la hora de frenar la destrucción de los bienes y vidas de sus ciudadanos. Individuos particulares tuvieron que subvenir con medios de apoyo ante la magnitud del desastre. Da la impresión de que, en Chile, los poderes públicos están en el sitio equivocado: metidos donde no deben y ausentes o infradotados donde son imprescindibles.
La restitución del Estado a sus tareas propias es una de las claves de las próximas elecciones chilenas. Más aún cuando a todas luces el problema no es un asunto de tamaño del Estado como se ha querido hacer creer, sino de eficiencia. Se ha confundido con más Estado la demanda de un mejor Estado.
La desglobalización: la amenaza exterior
El cambio de las reglas del juego globales será un segundo aspecto clave en la elección presidencial. Yascha Mounk, un académico de Harvard, se ha atrevido a señalar cuál fue la semana en que cambió la historia: la del 11 al 18 de julio de 2016. En ese puñado de días, David Cameron fue sustituido por Theresa May tras el Brexit (13 de julio); se produjo un ataque terrorista del Estado Islámico en Niza (18 de julio); fracasó un golpe de Estado en Turquía (del 15 al 16 de julio), y Donald Trump se aseguró la candidatura republicana designando a su Vicepresidente, Mike Pence (15 de julio).
Los expertos se resisten a admitir que el mundo ha entrado en una fase de desglobalización. Martin Baron, director de The Washington Post, me decía en una entrevista reciente que "es difícil imaginarse que la globalización se va a evaporar solo porque en Estados Unidos hemos elegido a Donald Trump". Pero lo cierto es que hay indicios firmes al respecto. Quien mejor lo ha resumido es Theresa May, la Primera Ministra británica. "Si crees que eres un ciudadano del mundo, en realidad eres un ciudadano de ninguna parte", proclamó en octubre de 2016 en Birmingham. Y en su discurso de Lancaster, el 17 de enero pasado, hubo varias referencias a que la democracia es un rasgo de la identidad británica, por lo tanto, la democracia solo sería viable dentro de su Estado-nación.
El retorno del Estado-nación
Las bases de la desglobalización ya están puestas. Una de sus características es la revalorización del Estado-nación con fronteras y prerrogativas bien definidas y dispuesto a hacer valer la autoridad en todo su territorio. Se acabaron los bordes difusos donde podían prosperar desde movimientos sociales alternativos hasta evasores fiscales o auténticos criminales como los narcotraficantes. Es el anuncio también de que vuelve el nacionalismo grande frente al nacionalismo pequeño y que muchos movimientos separatistas, hasta ahora tolerados, pueden tener sus buenos días contados.
Cuando se habla de este Estado que evoca las naciones soberanas que surgieron de la Paz de Westfalia (1648), quien mejor encarna sus valores es Vladimir Putin. Hace tres años, en enero de 2014, el Presidente ruso estaba contra las cuerdas. La Unión Europea lo humilló al apoyar la caída del gobierno prorruso de Ucrania. Putin solo tuvo fuerzas para apoderarse de Crimea y a cambio recibió sanciones comerciales que empeoraron su situación económica, lastrada por un precio del petróleo cada vez más bajo.
Ahora, Putin aparece como el gran vencedor del año 2016. Es un líder con nuevos amigos en Washington, Londres y París, y es capaz de inclinar la balanza de la opinión pública en EE.UU. y en Europa gracias a los ciberejércitos que maneja y que han sido más eficaces que el gas natural con el que chantajeaba a la vieja Europa todos los inviernos.
Putin es hoy el zar más poderoso de la historia y uno de los dirigentes que están modulando el proceso de desglobalización. Uno de sus objetivos es el desmantelamiento de la Unión Europea. Lo persigue desde que los europeos tuvieran la pésima idea de acampar en el antejardín de Moscú apoyando la revuelta del "Euromaidan" en Kiev, hechos que el líder ruso recordaba hace apenas 15 días demostrando que la herida sigue abierta.
Para realizar sus planes está dispuesto a apoyar a la ultraderechista Marine Le Pen, que ya ha anunciado que si conquista la Presidencia de Francia impondrá un programa económico que la sitúa fuera del euro y de la Unión Europea debido a las restricciones a los extranjeros que quiere crear. La salida de Francia, fundadora de la UE, sería un golpe al que esta comunidad de naciones no podría sobrevivir fácilmente.
La nueva narrativa china
En el propósito de descalabrar a la Unión Europea, Putin coincide tácticamente con Donald Trump. Este último no tiene un objetivo estratégico al respecto, pero desprecia a la UE a la que llama "el consorcio". Cuando vaticinó a Theresa May que el Brexit será "muy positivo" para el Reino Unido, dejó claro que piensa que Europa es un área decadente, de poder blando. Su objetivo, de momento, es limitado: renegociar los acuerdos comerciales con la UE y hacer pagar a los países de la OTAN su parte del despliegue militar. Pero, al coincidir con Putin, el efecto de estas dos fuerzas sobre Europa puede ser difícil de calibrar.
Las barreras arancelarias y el neoproteccionismo fiscal son las principales aportaciones de Trump al proceso de desglobalización, junto con medidas como el muro que quiere terminar entre Estados Unidos y México. Más allá de la dificultad física de atravesarlo, el muro supone un estigma para los mexicanos. Y ese estigma afectará tanto a los que permanezcan en México como, a la larga, a los que ya han emigrado a EE.UU. y a sus descendientes.
Estas decisiones de Trump, largamente anunciadas, le han brindado a China la oportunidad de convertirse en el nuevo adalid de la globalización. Más aún, las decisiones antipáticas de Trump hacia otros países y su incansable búsqueda del conflicto con otros poderes del Estado están debilitando el relato constitucional norteamericano. Si algo le faltaba a China para alzarse como potencia global de referencia era una narrativa tan seductora como la que ha trabado el constitucionalismo norteamericano desde la Boston Tea Party de 1773 hasta el desembarco en Omaha Beach para liberar a Europa del nazismo. A eso, China solo podía oponerle una sucesión de dinastías milenarias de corte absolutista. Pero ahora tiene la oportunidad de compensar esa debilidad.
El comercio mundial y el efecto red
¿Y cómo afecta todo esto a Chile? Uno de los resultados previsibles de la desglobalización será el agostamiento del llamado "efecto red". Este es un concepto acuñado en el campo de las telecomunicaciones y la informática, pero que también aplica al comercio. Describe una situación en la que la utilidad del bien que consume una persona depende del resto de individuos que también lo hacen. El teléfono es el ejemplo más común. Mientras que un teléfono solo no sirve para nada, si dos personas tienen uno ya pueden hablar entre sí, y cada vez que una persona adquiera otro teléfono, la utilidad de cada uno y de todos los aparatos será mayor.
Con el tiempo, las redes han adquirido una gran complejidad. Si antes los negocios se situaban en los puntos de la red (los teléfonos, en este ejemplo), poco a poco el valor de las operaciones se ha ido trasladando al vínculo (el enlace). El valor de una empresa como Uber o Airbnb no está en la propiedad de los automóviles o de los departamentos que arriendan, sino en la capacidad de poner de acuerdo (enlazar) al conductor o dueño con el usuario.
Antes de la década de 1980, el comercio internacional era concebido exclusivamente de forma bilateral. Pero las llamadas rondas del GATT (Acuerdo General de Aranceles y Comercio), sobre todo la Ronda Uruguay que se inició en Punta del Este en 1986 y terminó en Marrakech (Marruecos) en 1993, asentaron la idea de que el mundo sería más próspero mientras más países comerciaran. El comercio multilateral se convirtió a partir de 1990 en la panacea de la mundialización.
Chile, nación en red
Mucho antes de que el proceso de globalización se hiciera visible, Chile ya había apostado por convertirse en una nación en red. La apertura al exterior en la época del gobierno militar, primero, y la estrategia de los gobiernos democráticos de tener el mayor número de tratados comerciales posibles, después, convirtieron al país en una nación globalizada.
Su carácter pionero en este terreno ha dotado a Chile de nuevas fortalezas y también de debilidades. Ha sido el primero en llegar a muchos mercados, a fuerza de talento y de la competitividad de sus bienes y servicios. Pero esa posición de privilegio, que durante años permitió acceder a un bienestar sin precedentes, puede verse modificada o distorsionada si se inicia un proceso de desglobalización, donde factores como el poder geopolítico o militar pueden volver a pesar más que la calidad o el precio de los productos. Aún es pronto para señalar qué características tendrá esta fase de desglobalización, pero es seguro que estamos ante una transformación que no solo afectará a los intercambios comerciales, sino que tendrá efectos políticos, sociales y culturales de primer orden.
John Müller
El autor es chileno, reside en España y actualmente es columnista y adjunto al director en el medio digital El Español.