La fortuna me lleva de vuelta a Nueva York, ciudad de ciudades, capital del mundo. Desde que se convirtiera en el puerto principal de Norteamérica, en el siglo XVIII, la ciudad fue levantada por múltiples nacionalidades, etnias y credos, y su prosperidad se multiplicó sin límites. Hace solo 50 años, Manhattan estaba todavía rodeada de muelles que atendían cargueros y trasatlánticos. Es, antes que nada, una ciudad de mercaderes y, como tal, una ciudad de sueños y ambiciones. Su atmósfera rutilante tiene que ver con su inconmensurable riqueza, la magnitud de sus transacciones, su infinito comercio; también la energía que se manifiesta en el humor punzante y el tranco apurado de sus habitantes.
Hacia 1870, Nueva York (Manhattan) era la ciudad más grande del mundo, y su vecina Brooklyn la tercera más grande. La construcción del fabuloso puente colgante de Brooklyn (con la mayor luz jamás lograda hasta entonces) combinó ambas ciudades en una metrópolis moderna. Por esa misma época, Nueva York construía su primera red de ferrocarril elevado sobre estructuras de fierro fundido y, tras la fatal nevisca de 1888 que paralizó la ciudad por semanas, decidió, junto con enterrar todo el cableado aéreo, comenzar la ciclópea tarea de construir un ferrocarril subterráneo. Este sistema fue inaugurado en 1904 y hoy es el más complejo y extenso del mundo, con 472 estaciones, 25 servicios o rutas que ocupan 36 líneas de ferrocarril, tanto elevadas como subterráneas, incluyendo transbordadores entre estaciones importantes y conexión a los aeropuertos. El sistema fue diseñado desde sus inicios con servicios expresos que corren paralelos a los servicios locales, una maravilla que permite cruzar rápidamente las enormes distancias. El sistema funciona día y noche, sin interrupciones, todo el año, y traslada a casi 6 millones de pasajeros cada día.
Este inconmensurable, abigarrado y antiguo mundo subterráneo es el sistema vascular de la ciudad y uno de sus mayores orgullos. Es ahí donde se manifiesta la diversidad cultural, el ánimo ciudadano, la urbanidad del habitante. Lo que realmente sorprende al santiaguino es cómo tales multitudes apretujadas en la penumbra del andén neoyorquino son capaces de convivir tan respetuosamente. Mucho de ese respeto proviene del ejemplo del propio servicio: jamás hay estridencias ni publicidad avasalladora, los anuncios por parlantes son discretos, las alarmas de cierrapuertas son un suave sonido, suficiente para personas inteligentes. Las antiguas estaciones, con sus característicos revestimientos de azulejos y mosaicos, son restauradas permanentemente. Y hay espacio para bicicletas.