Se buscan responsables, se buscan culpables. El fuego -tan grosero en sus llamas devoradoras como sutil en el humo que cubre regiones enteras- no ha dejado a nadie indiferente a lo largo de casi mil kilómetros. Y con el paso de los días, mientras se vayan aplacando los siniestros, probablemente la búsqueda de los responsables dé con la identidad y con el paradero de algunos de los culpables.
Visibles las llamas, el humo, la devastación de casas, aserraderos, bosques y plantaciones, conocidos los nombres y los rostros de los fallecidos, los culpables recibirán -esperamos- no solo la sanción judicial acorde a sus responsabilidades, sino que también el repudio absoluto a las organizaciones que los han cobijado y a los propósitos que los han motivado: porque vimos los efectos de sus acciones, porque nuestros ojos apreciaron directamente sus crímenes.
Por eso mismo, las pesquisas no se detendrán -esperamos- hasta dar con los autores intelectuales, y con sus redes. Todo clarito, ojalá: con nombres, con apellidos y con afiliaciones. Todo clarito, ojalá.
Pero en paralelo, el duro contraste.
Joseph Ratzinger afirmaba, años atrás, que el aborto no parecía inaceptable para algunas personas, justamente porque hablaban en abstracto, porque previamente nunca habían visto -ni iban a ver tampoco en adelante- el rostro de niño alguno asesinado en el vientre materno.
Ah, si lo vieran. Si lo miraran con la compasión con que se contempla la foto del mártir bomberil, del carabinero heroico, del poblador sin casa, del pequeño empresario desolado...
Compasión. Se habla mucho de compasión con relación al aborto legal ya inminente. Pero toda esa compasión se dirige a la mujer embarazada en alguna de las tres causales, quien es, sin duda alguna, sujeto legítimo de una adecuada parte de esa compasión. Pero el problema es que no está quedando nada para el embrión amenazado.
Justamente el día en que ardían miles de hectáreas, justamente ese día, se aprobaba la idea de legislar a favor del crimen del aborto; justamente ese día, también, terminaba la lectura de "El desquite de la conciencia", del profesor de la Universidad de Texas en Austin J. Budziszewski. Y ahí estaba, desnuda, la falsa compasión, en el capítulo llamado "Por qué matamos a los débiles".
Budziszewski es rotundo: "Mientras la compasión verdadera nos lleva lo más cerca posible del que sufre, en la compasión degradada nos alejamos; mientras en la compasión verdadera tratamos de cambiar la visión de lo que nos hace sufrir, en la compasión degradada simplemente tratamos de hacerla desaparecer".
¿Qué es lo que no se quiere ver? ¿A qué realidad no se requiere prestar atención porque obligaría a una compasión verdadera e impediría su sustitución por otra, falsa y cómoda?
Hay que decirlo sin matices: no se quiere mirar a ese ser vivo, a esa cara de niño, a ese cuerpo mutilado, a esa sangre que correrá a chorros en supuestas "prestaciones de salud".
Por supuesto, la falsa compasión -la compasión incompleta o desviada, si se prefieren términos menos duros- impedirá por completo la búsqueda de culpables. ¿Por qué habría que buscarlos si se ha practicado un acto compasivo? Ni los equipos médicos, ni los adultos implicados que hayan consentido, ni los parlamentarios que por allá por el 2017 iniciaron el fuego, ninguno tendrá por qué comparecer ante los tribunales, ninguno sería culpable; al revés, todos habrían actuado en el nombre de una supuesta compasión; casi pedirán estatutos de héroes.
De eso se trata este primer paso en el aborto en Chile: no busque culpables, no los habrá. Y a pesar de la evidencia devastadora, en el mejor de los casos dirán que el fuego se inició solo.