Este país estaba mucho mejor sin nosotros. Al menos era considerablemente más verde y fresco antes de que lo concibiéramos como recurso económico. Algunos estudios señalan que desde la Colonia hasta hoy nos hemos faenado la mitad de la superficie de bosque nativo que ofrecía nuestro paisaje original. San Francisco de la Selva de Copiapó llamaron los conquistadores
a la ciudad nortina celebrando sus espesas arboledas y, cuando llegaron al valle de Santiago, lo vieron entero sombreado de olivillos, espinos y arrayanes.
No es que fuéramos un país de incontenibles y habilidosos carpinteros. Los árboles fueron arrasados para hacer de combustible a la minería de la plata y para hacer espacio a cultivos y poblados. Así, lo más selecto de la intelectualidad del siglo XIX redactó un primer código de bosques para detener la voraz depredación. Por ley, se indicaba reservar los montes y una parte en cada hacienda para bosques nativos. Pero nada impidió que la industria maderera arrasara también las laderas, cambiando nuestro bosque rico y diverso por un mal remedo de pinos y eucaliptos. Los monocultivos se bebieron las aguas subterráneas, erosionaron y empobrecieron el suelo y nada más creció debajo. Aunque desde muy lejos parecen bosques, en realidad son caldeados y estériles almacenes de leños secos y especialmente combustibles.
Los incendios forestales serán cada vez más frecuentes, pero no solo debemos mejorar las estrategias para combatirlos. Debemos detener el avance del desierto que hemos sembrado y revertirlo. Una reforestación agresiva y ambiciosa, comprendida no como una mitigación -miserable permuta por un daño en otra parte-, sino como una estrategia prioritaria para enfrentar un cambio climático insoslayable. Bosques que eviten la reverberación, retengan la humedad de la tierra y contribuyan a bajar las temperaturas. O hacernos la idea de vivir en un país ceniciento, de cielos amarillos y soles rojos; tosiendo nuestro propio hollín e indolencia.