Tengo un amigo músico, separado y de cincuenta años, con cuatro hijos y tres ex mujeres. No me queda claro si es un buen partido, pero parece que lo es a juzgar por sus facilidades en el terreno de las conquistas. Raramente está solo. Pero lo curioso no es eso, sino la clase de chicas con la que intenta armar relaciones. Hace poco llegó a un asado con una jugadora de handball de veintiséis años que usaba un vestido de batik como el que yo tenía a los veinte, cuando me debatía entre ser hippie o gastarme los ahorros en un viaje a Europa. "Es demasiado joven. Si está todo mal es una lástima y si está todo bien va querer tener hijos y no estás en condiciones de sumar problemas, Antonio", le dije apenas nos quedamos solos. Luego hablé de lo otro: pasados los primeros meses se verían obligados a conversar, pero no parecía haber mucho en común entre ellos. "¿De qué van a hablar? ¿De pelotas?", insistí, pero mi amigo movió una mano como si estuviera espantando un insecto y dio la charla por cerrada: "Ya sé, pero es una pendeja divina" argumentó, y no sé si siguió hablando porque el término "pendeja", que en Argentina se usa para referirse a una mujer cuya juventud es un valor preponderante, se encendió como un neón y clausuró el resto de la charla.
Antonio estaba haciendo un anuncio que yo debía ver. Para un hombre de cincuenta, alguien de mi edad -41 años- ya no era lo suficientemente joven. Llegada esta etapa de la vida, como un cuerpo que se va apagando por partes, las mujeres perdemos una función que hasta hace poco estaba activa: la de hacer sentir joviales a los hombres con complejo de viejos. Más allá de que ese rol carece de cualquier vertiente interesante, siempre es difícil verse, sorpresivamente, fuera de categorías del deseo que antes te incluían y que ahora solo les ocurren a las chicas de veintitantos, a las chicas de treinta.
¿A partir de qué momento las jóvenes pasan a ser "las otras"? En eso pensaba cuando entró un mensaje en el teléfono. Era de mi amiga y colega Victoria, con quien comparto un grupo de WhatsApp junto a una tercera amiga, también periodista, llamada Emilse. "¿Qué les pasa a estas minas?" había escrito Victoria, y en adjunto había enviado un video con una mujer que se retorcía en una máquina de hacer gimnasia y que enseñaba a su audiencia a hacer lo que llamaba -la cito textualmente- un "ejercicio fulminante de glúteos". Miré los movimientos y escuché las arengas con la misma extrañeza con la que miro un documental en Nat Geo. La primera en decir algo fue Emilse: "Qué decepción se van a llevar a los 45, cuando se den cuenta de que se cosieron la boca y se mataron entrenando y el cuerpo se les cayó igual. Todas vamos a llegar a viejas con el culo como dos baldecitos de arena".
La imagen de los baldes fue tan dura que contraje los glúteos como si quisiera activar un conjuro. "Yo estoy acá, en Gualeguaychú, tierra de culos transgénicos por el carnaval, y ayer me dijeron 'culo derretido como una vela" escribió entonces Victoria, quien estaba haciendo una nota en la provincia argentina de Entre Ríos, famosa por sus comparsas y, según parece, por su crueldad explícita a la hora de juzgar el aspecto de las mujeres. Victoria tiene 35 años y un cuerpo envidiable, por lo que ya no se trata de belleza sino, parece, de edad: si el paso de los años da, según esa debatible construcción mítica, algo parecido a la "sabiduría", lo que ciertos hombres rechazan no es un cuerpo falto de armonía, sino un cuerpo que incluya la posibilidad de un saber.
"¿Les dijiste algo?" pregunté, mientras me analizaba el trasero en el espejo. Mi cuerpo estaba -está- bastante bien, pero ya no es el mismo que antes y nunca volverá a serlo, y esa idea da escozor no tanto por lo que implica la palabra "juventud" como por lo que significa la palabra "nunca". "No dije nada, pero la frase de la vela me pareció bastante buena" respondió Victoria, y en el acto Emilse mandó su manifiesto: "Esta es mi decisión de vida. Y de culo" escribió, y envió la foto de un cuarto kilo de helado; la prueba viva de que siempre hay algo fresco y dulce con lo que se pueda contar. Y de que todo lo demás -principalmente la mirada y el juicio de los otros- está hecho del mismo material que el invierno.