"Si la película me queda bien, le pondré un título agresivo. Algo como Poetas en Nueva York. Si no está buena, iré con una nadería tipo lluvia sobre la ciudad". Ni uno ni lo otro: al final Woddy Allen bautizó a su filme con algo decididamente más neutro: "Café Society". ¿Qué significa eso? ¿Qué no quedó ni buena ni mala, sino todo lo contrario? Dificil declararlo, de buenas a primeras.
Ahora que incluso sus más fervientes fans se convencieron de que no abrá nuevos "Interiores" ni "Crímenes y pecados" en la obra del octogenario realizador, cada nueva cinta suya -y ya son cerca de cincuenta- es recibida con una actitud más parecida a la resignación que otra cosa, como si en la recta final de su sexta década cinematográfica, el tipo solo estuviese disparando salvas. Al menos, eso es lo que en principio parece la historia de Bobby Dorfman, un chiquillo que a principios de la década del 30 se marcha desde el corazón del Bronx rumbo a Hollywood, a pedirle empleo a un tío que trabaja como agente de las estrellas. Allí conocerá y se enamorará de Vonnie, la secretaria de este; pero, tras el desengaño de rigor, no le quedará más remedio que regresar de donde salió y abrirse camino en el mundo de los clubes neoyorquinos, con la ayuda de su hermano mafioso. Eso, hasta que el pasado vuelva a buscarlo... Puesto de esa forma, el argumento de "Café Society" se siente sospechosamente familiar, como si uno supiera por adelantado lo que va a ocurrir a continuación, y es probable que esa haya sido la idea: durante los últimos años, Allen ha intentado canalizar el estilo simple, predecible y directo de las comedias americanas de los 30 y los 40, el cine que disfrutó a fondo en su adolescencia y que luego dejó una marca indeleble en algunos de los mejores pasajes de su obra ("La rosa púrpura del Cairo", "Días de radio") y al que ahora retorna, avanzada su vejez, como en busca de un nuevo sincretismo, a sabiendas de que es imposible recrear el esplendor del rayo y la tormenta en una probeta.
De modo que la gracia (y, finalmente, la belleza) de "Café Society" no reside en las correrías del inmaduro Bobby -quien recibe las esperables lecciones de vida antes de cumplir 30-, sino en el férreo pragmatismo y economía empleados por Woody, que se reserva para sí mismo el papel de un novelístico narrador en
off, y el barroquismo y suntuosidad empleados por el otro autor del filme: el director de fotografía, Vittorio Storaro, veterano de mil y una batallas junto a Bertolucci y Coppola, entre muchos otros. Desde los legendarios días de "Annie Hall" y "Manhattan" (a fines de los 70, cuando colaboraba con el fotógrafo Gordon Willis) que el realizador no cedía a tal grado la batuta creativa y los resultados quitan el aliento: todo el esquematismo y austeridad aplicados a la trama son contrastados por la más amplia y hermosa paleta de colores jamás usada en un filme de Allen, al extremo de que, antes que iluminado, el filme -primera aventura de Woody y Storaro en el formato digital- más bien parece "pintado". Las secuencias en California lucen tan solares y florales como las obras de Georgia O'Keefe; Nueva York, en tanto, aparece densa, ocre y metálica, al mejor estilo de los óleos de George Bellows. Es en medio de este mundo, donde las tonalidades y colores son los encargados de ir modulando las emociones, que las tribulaciones de un chico cualquiera consiguen volverse indelebles, aunque se hayan repetido desde siempre.
"Café Society"
(Estados Unidos, 2016). Dirección de Woody Allen.
97 min.