La proximidad de las elecciones presidenciales no solo ofrece esta fase no poco festiva en que cada grupo político decanta la persona que va a proponer al electorado como futuro primer magistrado, sino que, de modo simultáneo y a veces secreto, en torno a los eventuales candidatos se van aglutinando equipos dedicados frenéticamente a elaborar el programa de gobierno, definir las estrategias para alcanzar el poder e, incluso, por qué no, ir posesionándose de algún cargo codiciable del futuro
staff presidencial.
En un afán de prevenir males innecesarios, los precandidatos deberían considerar que la palabra "programa" ha venido deslizándose peligrosamente de significado en las últimas décadas. Antes era un conjunto de directrices generales acerca de las políticas que se iban a llevar a cabo y una enumeración de algunas medidas o acciones concretas que se adoptarían frente a problemas específicos. Lentamente, ese razonable significado, fruto de una insensata tecnificación de la política, se sustituyó por otro que lo concibe como una detallada preceptiva, una suerte de código respecto de cuyo cumplimiento puntual el electo y su coalición deben dar cuenta constante a un electorado perfectamente al tanto de él y que lo ha elegido en razón del mismo. El programa, un mamotreto gigantesco que en todas las áreas contiene no solo directrices, sino proyectos completos, pasó a convertirse en el eje autoritario de una política entendida como la ejecución estricta y maquinal de ese código. Me parece que nada es más ajeno y pernicioso para aquella que hacerla gravitar sobre un instrumento rígido, inflexiblemente concebido, unívoco y unilateral, que no deja espacio a la negociación, a la disidencia y a la necesaria adaptación a circunstancias cambiantes. Un programa que se perciba y emplee de esa manera da lugar a una suerte de fascismo tecnocrático, porque no es más que un conjunto de certidumbres con que grupos iluminados buscan capturar a políticos proclives al mesianismo.
Así como no es conveniente una política sin principios (pocos) e ideas (lo máximo posible), ya que decae en un pragmatismo delicuescente, tampoco lo es una basada en un supuesto electorado perfectamente racional, en un futuro predecible y en la soberbia de la posesión anticipada de la solución detallada a todos los problemas sociales.
Acojo la ironía que narra Alain Robbe-Grillet, un célebre novelista francés, quien señala que un amigo suyo -otro prestigioso intelectual- ha decidido votar por un candidato socialista "porque no tiene programa". El exceso de contenidos programáticos -Robbe-Grillet es un autor de la vanguardia en los 70- le huele a tufo autoritario. La política, cuando es sana, es una actividad de modestas pretensiones cuyo programa para solo 4 años de gobierno puede caber en unas pocas líneas: unos cuantos "no" y, sobre todo, las prioridades claras.