Hace pocos días estuve con un periodista extranjero, al que ya me he referido antes en este espacio, que acostumbra a venir todos los años a Chile por esta época, por razones que ya sospecho son más afectivas que profesionales. Siempre me ha sorprendido por su original y optimista visión de Chile. No me defraudó, pero esta vez me dejó más perplejo de lo habitual.
"Mira el número de turistas extranjeros", me dijo como al pasar. Estábamos en la terraza de un café en Providencia y, efectivamente, donde uno posara la vista se encontraba con caminantes con esa mirada desorientada que singulariza a los turistas. "Y los inmigrantes, que ya ocupan posiciones en todo el espectro laboral". También era cierto: el mozo, colombiano; los trabajadores que reparaban la vereda, haitianos; la cajera de la librería que habíamos visitado antes, venezolana; y los vendedores de comida y baratijas que invadían las veredas eran de las más variadas nacionalidades. "Ustedes, los chilenos que viven y trabajan en el barrio alto, ven apenas la punta del iceberg. Bajo vuestros pies hay otro Santiago, el de los inmigrantes, que irradia energía y optimismo y que no sigue, ni de lejos, las cavilaciones y debates que a ustedes les sacuden".
Hecha esa introducción lanzó su tesis. "Te consta que siempre he admirado la homogeneidad, el orden y la formalidad de los chilenos. Esta vez me ha llamado la atención la diversidad, el desorden y la informalidad. ¡Si no hay esquina donde no se venda algo! ¡Ni poste de donde no cuelgue un aviso con la oferta de automóviles, pañales, asesoría legal o tarot con garantía posventa! Este cambio de la fisonomía económica, social y cultural es más acelerado y profundo que aquel que resulta de las políticas públicas, que son las que concentran el interés de la élite. ¿Qué importancia tienen, me pregunto, los cambios en la legislación laboral, o en el sistema de pensiones, ante este avance desenfrenado de la informalidad? Están como la orquesta del Titanic...".
Le quise decir algo, pero me interrumpió. "¿Viste la última CEP?". "Sí, está difícil lo de Lagos", le respondí; pero cuando me iba a explayar, volvió a pararme, esta vez de una forma algo agresiva. "Este es el problema de ustedes: miran solamente la parte política, la cual a los chilenos importa muy poco, pues el Estado, y quien le gobierne, tiene escasa incidencia para la gestión de su vida cotidiana. ¿Viste a cuánta gente le interesa la política?: menos del 10 por ciento; ¿y cuánta dice que irá a votar y tiene posición frente a las presidenciales?: el cincuenta".
Luego de una brevísima pausa, prosiguió. "Pero lo que más me llamó la atención es otra cosa: que los chilenos estiman que la vida de sus compatriotas es miserable, que la calidad de los servicios es pésima, que la situación económica es negativa y que será aún peor, y sin embargo se declaran altamente satisfechos con su propia vida, sienten que los servicios que ellos reciben no son tan malos, y perciben que su situación económica personal es positiva y va en camino de mejorar. Poseen, además, una elevada y creciente confianza en lo que pueden conseguir por ellos mismos, y en la ayuda que recibirán de la familia y los amigos en caso de contingencias graves, sean económicas, de salud o de seguridad. Es extraordinario. Para decirlo en simple, el externo, este que interesa y por cuya conducción compiten los grupos dirigentes, es un mundo frío y amenazante, que no anda ni andará bien; pero hay un mundo interno o privado que es fuente de protección y oportunidades, y este marcha bastante correctamente -desde luego, mucho mejor de lo que creen los políticos, que se empeñan en meterle mano a pesar que nadie se los pide-".
Cuando mi amigo partió a su albergue en el barrio Yungay, quise descifrar su mensaje, pero no pude. Me sentí, sí, como nunca, extranjero en mi propia tierra.