La reciente película de Juan Antonio Bayona, "Un Monstruo viene a verme", fue la más vista en España (con 4,6 millones de espectadores) y reunió 12 nominaciones al Premio Goya. Pero si bien ha cosechado una mayoría de críticas positivas, también ha concitado el rechazo furioso de algunos que la acusan de empalagosa, sentimentaloide, aparatosa.
Basada en una novela de Patrick Ness, sigue a un angustiado chico de 12 años que cada noche, a las 12:07, despierta transpirando de una vívida pesadilla. De hecho, el escenario lo tiene enfrente, a cierta distancia de su ventana: es una iglesia junto a un cementerio en medio del cual hay un enorme árbol.
Conor (estremecedor Lewis MacDougall) se prepara su desayuno, lava y seca su ropa, se viste y antes de caminar al colegio por las barrosas orillas que lo conducen a él, se asoma a ver a su madre (Felicity Jones), una joven mujer que padece un agresivo cáncer.
El frío y gris pueblo británico donde vive está a tono con su alma.
Una noche, la pesadilla de Connor se corporiza en aquel árbol inmenso que mira desde su cuarto, transformado en un gigante de madera y ojos de fuego (voz de Liam Neeson), que le anuncia que le relatará tres historias. Lo hace en sucesivas jornadas en narraciones que se aparecen en la pantalla vía coloridos dibujos.
Son cuentos que a Conor le parecen algo desconcertantes. "¿Pero quién es el bueno? ¿Quién es el malo?". "Siempre hay dos versiones de una misma historia", le responde el árbol.
Este elemento fantástico más bien juega el rol del subconsciente de este chico atormentado, asustado, con el alma encogida y entumecida. Los ojos en primer plano, asomados entre el vano de una puerta, son una constante.
En la filmografía de Bayona, "Un Monstruo..." está lejos de la solidez de la grandiosa "El orfanato", pero más distante lo está de la hollywoodense y obvia "Lo imposible" (Naomi Watts), que también tuvo mucho impacto en España por cuanto narraba la historia real de una familia ibérica que logró salvar con vida del tsunami índico de 2004.
Sí. Se le puede acusar de lacrimógena (en la butaca al lado mío, hacia el final, un joven cinéfilo sollozaba) y probablemente hay que decirle al público que lleve pañuelos desechables.
Pero, como todo en la vida, depende del punto de vista: la situación en que está el niño es de por sí extremadamente dolorosa y no es de tan rara ocurrencia como para tirarla al estante de libreto de telenovela.
Porque si uno se tomara el tiempo y se arropara de percepción sensible para meterse en el alma de muchos preadolescentes se encontraría con ¡tanto dolor! Solo para hablar de gente con vidas "normales" (¿qué es "normal"?).
Cada uno con su circunstancia: una separación y el consiguiente desmembramiento de la familia; que en el colegio te hagan sentirte un bueno para nada porque tus notas dan un feo puntaje en la PSU; la muerte de una abuela amada. Naderías, desde la perspectiva de los adultos. Especialmente de quienes hemos olvidado nuestras "pequeñeces" o quienes optan por borrarlas como acto de supervivencia.
Crecer es un acto doloroso y pasar de la niñez a la pubertad es la iniciación.
Es lo que hace de la historia de Conor algo universal.
En su caso, la joven madre, con quien vive solo, seriamente amenazada por un cáncer; su notoria fragilidad, que lo convierten en la presa perfecta para el bullying violento en el colegio; un padre que vive en otro continente; una abuela (Sigourney Weaver) que para él resulta exasperante. Y, sobre todo, un horrible sentimiento interior que se niega a aceptar, en el que se agazapa la culpa.
También es una fascinante reflexión sobre el poder sanador de las palabras y de la narración.
Saber filmar todo aquello ya tiene un valor.
¿Tiene un adolescente en casa o por ahí cerca? Vaya a verla.
(En Cartelera).