La decisión de acabar con los liceos Bicentenario y fundirlos con toda la educación pública tiene un sabor de borrar lo antes hecho por otros, como actitud de principio. Habiendo tenido un buen desempeño se los va a abolir precisamente en una época que puso a la educación "de calidad" como consigna que alcanzó el nivel de dogma callejero. Esta sí que es contradicción vital. La crítica más relumbrante es que ayuda a la segregación social al "descremar" la educación pública trasladando sus mejores estudiantes a liceos que de por sí se van a destacar. Lo que quede de la educación pública podría ser abandonada a su suerte, de tumbo en tumbo.
Reconozco que existe un peligro en este sentido, pero no porque la iniciativa Bicentenario haya sido errónea, sino porque nuestras políticas públicas la mayoría de las veces no han sido consecuentes, sistemáticas, siendo sometidas al ciclo político y a las veleidades de la calle. También uno no es insensible a la idea de que es mejor que en un país los grupos sociales se eduquen y vivan más cercanos entre sí, y no enclaustrados en compartimientos estancos. La proximidad relativa ayuda a limar asperezas y tensiones; otorga más legitimidad a la idea de colaboración, interacción e interdependencia. Solo que encaminarse a una uniformidad por el camino artificial al estilo del colectivismo -que también creaba nomenclaturas y tenía sectores selectos- solo agrava las cosas y tiene un precio mayor, contraproducente desde luego.
La posibilidad de crear movilidad social mediante la educación -uno de los factores claves en la modernización en general- se puede provocar precisamente con estas iniciativas de ampliar los llamados liceos emblemáticos a los Bicentenario, que han tenido un desempeño superior en diversos tipos de prueba. Esto crea un metro para orientar al resto que está en un tramo más bajo. Si todos se ubicaran en este último -entidades como el Instituto Nacional aisladas vienen a ser como aguja en el pajar-, ¿no crearía un fatalismo e indolencia en el gran resto de los establecimientos? Los Bicentenario han sido una forma de acelerar también aquello que un colega de mucho más pelo, Arnold Toynbee, llamó las "minorías creadoras", cuya fecundidad revierte sobre un conjunto amplio: la sociedad entera. Todo cambio de verdad es incremental; se mejora a un segmento y luego el siguiente. Ello no quita que hay infinidad de tareas que desarrollar en los sectores más vulnerables aquí y ahora. Solo que uno siente que lo efectuado fue un gustito político antes que respuesta madurada (lo mismo pienso sobre la precipitada municipalización de hace 30 años, de resultados muy ambiguos).
En otro ámbito hay semejanza. En la educación superior no parece casualidad que la Pontificia Universidad Católica de Chile sea dejada en el desamparo de fondos en sucesivas formulaciones de la llamada reforma, a pesar de que algunos recursos fueron ya comprometidos desde hace mucho. Como que se la quiere empujar o a ser una universidad menesterosa, o a una de las llamadas de "élite"; todo para darse un gustito. La UC está en los mejores puestos de América Latina no por casualidad, sino porque, no sin vaivenes en una historia de 138 años, ha cumplido con mucho celo alcanzar la meta propuesta por sus fundadores, de apoyar al país en su totalidad, de sumarse a tareas públicas y nacionales, con "profesionales para la patria", en "beneficio del Estado", como decía su primer rector, monseñor Joaquín Larraín Gandarillas. Que no se desconozca que la UC se ganó merecidamente un puesto en el ámbito público en el país. No más chaqueteo, por favor, o todos nos pisamos la cola.