Rosy y John, última novela de Pierre Lemaitre, fue escrita originalmente como un folletín para teléfonos celulares conectados a internet. Las condiciones fijadas por quienes encargaron esta obra eran claras: los episodios no debían sobrepasar las tres páginas de una pantalla normal, es decir, el tiempo medio en que pasa un parisino en el metro entre dos trasbordos. Lemaitre nos explica así su trabajo: "El editor conocía mi pasión por las series por capítulos decimonónicas y por Alejandro Dumas y sabía que no podría resistirme. Así que me lancé a la aventura y propuse a Camille que retomase el servicio. Hubo que negociar de nuevo (ya saben ustedes que este tipo es un poco hipócrita) pero Camille aceptó mi propuesta. Esa historia, ya liberada afortunadamente de las exigencias draconianas de la edición digital original, se convirtió en
Rosy y John cuando fue publicada por Livre de Poche con ocasión de su sexagésimo aniversario".
Esta explicación va al final del libro y es útil para entender su concisión, la composición en brevísimos capítulos y, muy especialmente, la imposibilidad de divagaciones, los escuetos intercambios entre los personajes, la reducción del texto, de modo que tenemos un título que, si en principio fue concebido para ser leído en el transporte público, al ser editado en forma impresa se termina en un rato. Los temas que surgen a raíz de esta nueva manera de componer ficciones darían para un tratado sociológico, aunque en lo que a la literatura concierne, está claro que estamos ante un fenómeno inédito. En el fondo, esto escapa completamente al ámbito de la crítica literaria y no es posible hacer juicios de valor acerca del particular medio que eligió Lemaitre para producir
Rosy y John. Es evidente que esta vez le resultó bastante bien, sea en su versión computacional, sea por medio de un libro tradicional.
El peculiar comisario Camille Verhoeven -mide 1 metro 45 centímetros de estatura, o sea, es un enano, posee un inteligencia sobrenatural y es, por cierto, muy extravagante- se enfrenta a un caso sin precedentes cuando Jean Garnier, un joven solitario y dejado de la mano de Dios, lo ha perdido todo: su único trabajo decente en años debido al posible asesinato de su jefe; su novia, quien parece haber sido atropellada deliberadamente, y sobre todo a Rosy, su madre, de quien es compañero fiel hasta que la mujer es encarcelada como sospechosa de diversos crímenes graves. Para desquitarse de tanta pérdida y dolor, Jean planea hacer explotar siete bombas, una por día, en distintos puntos del territorio francés.
La acción comienza cuando estalla la primera de ellas, en un concurrido barrio, causando destrozos devastadores y numerosos heridos, sin que haya que lamentar desgracias personales de mayor envergadura. Lo que enseguida hace Jean después del primer atentado es entregarse a la policía y plantearles un ultimátum rotundo: si no liberan a Rosy, le proporcionan una elevada suma de dinero, nuevos pasaportes con otras identidades y pasajes para Australia, los estallidos continuarán, ahora con efectos realmente letales.
Camille y de paso la plana mayor de las autoridades galas, desde el primer ministro hasta los máximos funcionarios de seguridad, se hallan ante una disyuntiva crucial y que deben resolver con prontitud: ¿estamos ante un loco de atar megalómano o hay una verdadera amenaza para todo el país? Esta interrogante lleva a otras, otras más y sucesivos giros en una trama que por su propia naturaleza, debe resolverse en un cortísimo tiempo (y en pocas carillas). Lo más interesante de Rosy y John es que metido en un zapato chino, Lemaitre sale airoso al proponernos una atrevida solución, que Camille encontrará, como siempre, en métodos completamente heterodoxos y reñidos con las prácticas investigativas habituales.
Sin embargo, tiene que haber un trasfondo biográfico que nos permita interpretar el desvarío de Jean y Lemaitre lo encuentra en una convincente transposición del complejo de Edipo; en efecto, parecería que la única razón en la vida de Jean ha sido el vínculo con Rosy, que a pesar de que peleaban como marido y mujer, o como el perro y el gato, eran inseparables, en fin, que el dúo, aparentemente normal, es en extremo anómalo. Ello no se debe a motivos freudianos, que además estarían fuera de foco en un texto tan comprimido, si bien es posible y hasta fácil, caer en especulaciones psicoanalíticas en torno a los hechos que ocurren en
Rosy y John. Y una vez más Lemaitre demuestra que es un prosista agudo que construye intrigas absorbentes.