Uno de los momentos estelares en las ceremonias del Oscar -un ritual, a estas alturas- es el clip "In Memoriam", que homenajea a los realizadores, actores y técnicos muertos durante la temporada. Rostros, algunos desconocidos, otros verdaderamente icónicos, que nos saludan por última vez desde la pantalla, antes de desvanecerse y sumirse en esa suerte de espejismo que llamamos historia del cine.
Desde ya es claro que en la próxima edición ese memorial será más extenso que lo habitual: 2016 se llevó actores como Alan Rickman, Anton Yelchin, Bud Spencer y Gene Wilder; y entre los cineastas a Jacques Rivette, Abbas Kiarostami, Michael Cimino, Arthur Hiller, Curtis Hanson, Ettore Scola, Andrzej Wajda, Héctor Babenco, Eliseo Subiela y nuestro Ricardo Larraín. La lista de caídos tuvo un vuelco dramático en estos días tras el ataque al corazón sufrido por Carrie Fisher durante un vuelo rumbo a Nueva York, que la mantuvo en estado grave durante el fin de semana -lapso durante el cual además falleció el cantante George Michael- hasta su muerte el martes, seguida por la de su madre, Debbie Reynolds, al día siguiente. Rápidamente, las redes sociales se repletaron de homenajes, fotografías y una avalancha de testimonios, de un modo similar a lo ocurrido con David Bowie a principios de año; un fenómeno que se replicó con cada pérdida ocurrida en los meses siguientes, hasta generar la sensación de un duelo continuo en torno a la industria del espectáculo, como si aparte de las personas y sus obras, algo más se fuera perdiendo con ellas.
Pero, ¿qué es lo que se va? Una respuesta inmediata es que se trata de nuestros recuerdos del siglo XX, período histórico que cada vez se siente más lejano y fuera de alcance (algunas películas ya están teniendo problemas para recrearlo en forma veraz). Otra explicación es que la mayor parte de estos decesos afectan a la llamada generación boomer o generación del pop, que creció tras de la posguerra y generó cambios radicales en la cultura a partir de los años 60 y 70. Las muertes de esta década -y en especial las de este año- parecen estar señalando el fin de esa era, épica y legendaria para muchos, pero esa constatación no alcanza para explicar la tremenda reacción emocional gatillada por estos sucesos.
Esto no es algo nuevo. En su tiempo, el funeral de Rodolfo Valentino generó gigantescas aglomeraciones e incluso suicidios, Hollywood se conmocionó con la temprana muerte de James Dean y Marilyn Monroe y el mundo lloró a Elvis, Chaplin y John Wayne, pero todos y uno de estos casos hoy son recordados no sólo en términos de pérdida sino en cuanto eventos. Hoy, en vez de ligarse a su propio pasado, la muerte de un actor va prácticamente adosada a la marca registrada de la que fue parte: es así como la partida del excelente Peter Vaughan, a los 93 años, no se vinculó a su gloriosa carrera de secundario en seis décadas de cine inglés, sino a un postrer rol en la serie Game of Thrones.
De hecho, mucho de la emoción vertida en torno a Carrie Fisher no tiene que ver con su trabajo actoral, su obra literaria, su condición de paciente bipolar o su fina veta de humorista; sino con el recuerdo, la nostalgia y el apego que produce en la audiencia la enérgica figura de la princesa Leia. ¿Tiene la gente derecho a obsesionarse tanto con un personaje de ficción? ¿A hacer duelo, incluso? Fisher pasó buena parte de su vida tomando distancia, haciendo las paces con ello, y aparentemente lo logró. Eso es lo que importa.