Fuera de las noticias que siempre nos brindan los titulares de cada semana, asociadas a escándalos de la política, de las empresas, o de las persecuciones penales que terminan por arte de magia reinstalándose cada cierto tiempo en La Moneda, esta semana fue distinta. La causa de ello fueron los resultados de nuestra prueba de selección universitaria (la PSU), que como tormenta perfecta instaló en la discusión de los medios la mala realidad de la educación pública chilena.
Claro que en esto hay muchas voces que comienzan a oírse. Algunas de ellas las emprenden contra la prueba misma, arguyendo que el uso del bombín de las notas es el medio para eludir los resultados que muestra el termómetro. Es decir, la culpa es del termómetro, no de la infección que produce la mala noticia de la fiebre. Con acierto, el vicerrector académico de la UCV señaló que en el último tiempo ha habido una alta politización de la PSU y sostiene que en vez de discutir o poner énfasis en la calidad de la educación, se dice que es la prueba la que discrimina, pero ella es solo el termómetro. Otros aluden que el problema está en la selección, de modo tal que cuando la inclusión sea perfecta y la tómbola produzca la distribución de los alumnos, el problema se habrá superado. Es decir, la suerte terminará por arbitrar el futuro, y no el esfuerzo personal.
Con razón ha habido tantas voces que han comenzado a ilustrar el verdadero problema que pretendemos tapar con la fantasía de la suerte: el meollo de este se encuentra en la calidad de la educación, y estamos contribuyendo a deteriorarla cada día más a través de experimentos que se alejan de este foco esencial. A eso apunta una columna en este mismo diario de los profesores Fontaine y Urzúa que titularon "Destrucción planificada de la mejor educación pública", donde dan cuenta de dos niños símbolos de este deterioro, el Instituto Nacional y el Carmela Carvajal.
A ello se unen otras cifras que se han aportado por este mismo medio, y que son indiciarios de un problema adicional, la solución local (municipio) y territorial (regiones) se demuestran como totalmente perjudicadas por las cifras que se han ido dando: dentro del
ranking solo hay dos colegios municipales (de Ñuñoa y de La Unión) y solo la Región Metropolitana supera los 500 puntos promedios en la PSU, obteniendo las regiones extremas los promedios más bajos (en la Región de Arica y Parinacota el promedio es de 470 puntos y en Aysén, de 472 puntos). La única noticia positiva que nos traen estos resultados está en el rescate y posición de las estudiantes mujeres en Chile.
Lo que resulta paradójico es que a este descalabro se une que en los últimos años el Estado no ha cesado, ni ha disminuido, el gran flujo de aportes públicos a la educación municipal, a través de diversos programas de subvenciones, entre los cuales hay algunos emblemáticos -no me refiero a los colegios-, tal como la subvención de educación preferencial (la ley SEP), fondos que sujetos al estrés de la fiscalización dieron como hallazgo el notorio mal gasto de los mismos por gran parte de los municipios receptores, sea comprando cosas sin sentido, o beneficiando a personal con viajes o beneficios impropios. Conminados a reparar ese mal gasto, detectado en numerosas auditorías, a efectos de que alcaldes y sostenedores asumieran la responsabilidad civil de ese despilfarro, la condonación generosa de la ley (20.550, de 2011) en vistas de las correspondientes elecciones municipales, terminaron por hacer válida la apropiación impropia y por castigar a los verdaderos destinatarios de esos recursos, que son los padres y los estudiantes que merecen una educación pública de calidad.
Como se ve, el
tsunami de la PSU arrasó a algunos buques emblemáticos de la educación pública chilena, entre los que se cuenta el Instituto Nacional, que allá por el año 2008 obtuvo su posición más destacada en el
ranking de los puntajes, anclándose en el lugar número 11, este año cayó al número 101, que como aquella película de Disney (101 Dálmatas) dará cuenta en el cuerpo de sus alumnos de las manchas que dejan en una generación los 13 meses de clases que aquellos perdieron durante su estadía en el colegio.
Pero pese a los esfuerzos hechos porque esta educación pública desaparezca, principalmente en razón de las omisiones de las autoridades en atender el derecho de aquellos alumnos que sí quieren clases, un desconocido y pequeño liceo comunal, el Augusto d'Halmar de Ñuñoa -en homenaje a ese premio nacional de Literatura del año 1942 y ex alumno del Liceo Amunátegui-, se instaló en el lugar 34, gracias a los esfuerzos de un director que animado con su experiencia desafió a la burocracia y ha desarrollado un proyecto que devuelve la confianza a la educación pública. Hacia esas experiencias debemos orientar las políticas públicas que terminen por instalarse en las leyes en actual discusión, aún estamos a tiempo.