El barrio donde crecí no ha cambiado demasiado, a pesar de las amenazas que lo acechan. Ocasionalmente lo recorro, nostálgico y furtivo. Están ahí todavía las casas, distintas y graciosas, con primorosos antejardines y patios traseros de parrones y árboles frutales. Me puedo ver con los amigos del barrio, jugando largas horas en la calle o en el sitio eriazo de la cuadra, o andando en bicicleta bajo el sol del verano, rumbo a la panadería o al quiosco, o vagando en patines de ruedas de acero... las amistades de los niños permeaban hacia los adultos, que en general tenían una relación cotidiana y cercana. Recuerdo que algunos vecinos se invitaban entre sí a almorzar los fines de semana y se intercambiaban regalos en Navidad.
Añoro esas navidades de la infancia. Las recuerdo más sencillas y auténticas que las de hoy. El país entero era más sencillo. La Nochebuena, en medio del verano, era de suave música y parloteo dannemannque fluía por las ventanas abiertas del barrio. No había regalos a la vista. Para nosotros, los menores, los regalos llegarían por arte de magia durante la noche, mientras dormíamos a sobresaltos esperando lograr escuchar el paso del misterioso Viejo Pascuero. En mi casa sin chimenea, yo les rogaba a mis padres dejar la puerta principal entreabierta. Y a la mañana siguiente... ¡Qué visión increíble! No lo sabíamos, pero con precisión logística digna de un alto mando, nuestros padres lograban reunir los regalos venidos de todas partes (parientes, amigos de la familia, vecinos) para que pudiéramos descubrir una ruma de maravillas. Previo a la vorágine consumista de baratijas desechables por catálogo a la que nos hemos acostumbrado, los regalos eran tal vez menos abundantes, pero más durables, intencionados, trascendentes. Además de juguetes, ropa y la proverbial bicicleta, recibí objetos preciosos y difíciles de conseguir para esa época: un microscopio, binoculares, un buen reloj, libros, instrumentos de dibujo, instrumentos musicales, un giroscopio. Como me interesaba la música, una Navidad me encontré con un gran paquete bajo el árbol. ¡Era nada menos que un tocadiscos portátil! Para espanto de mis padres, me puse a llorar en el acto, preso de la excitación y la incredulidad.
Pareciera que todas esas maravillas se han banalizado hoy a tal punto que no esperamos que nos duren y, por lo tanto, hoy el regalo parece tener más que ver con el costo del objeto y el esfuerzo invertido en conseguirlo, que con el valor intrínseco del objeto mismo. Pienso que para darles renovado sentido a la Navidad y al acto de regalar, algo que tanto se reclama, debemos intentar devolverle significado al regalo, por modesto que sea.