En uno de sus viajes a Chile, me contó Tomás Cohen que John Ashbery, en sus talleres de traducción, hacía que los alumnos tradujeran textos de idiomas que desconocían. Ignoro cuál era el objetivo específico de Ashbery, pero me imagino que se trataba de un modo eficiente de enseñar sobre el lenguaje y la poesía generando una brecha semántica. Sería también como una traducción en estado de inferencia permanente.
Quizás el hecho significativo en este caso sea provocar el trance necesario para llevar las cosas adelante: esa especie de mente en blanco de donde provienen muchas veces los poemas más sorprendentes. Si yo tengo que traducir, digamos, un poema en sánscrito, del que no sé nada, y no tengo más remedio que intentarlo, es muy probable que la experiencia me retrotraiga a espacios remotos, atávicos, inencontrables de mi "ser universal". Es un caso similar al de las puestas en escena de la psicología transfamiliar -o como se llame-, donde un grupo de actores ocasionales y desinformados son capaces de emitir parlamentos de los antepasados del paciente, parlamentos que a este le hacen un sentido esclarecedor.
Quizás como ninguna otra modalidad, la poesía puede ser explicada casi exclusivamente por quienes han tenido la experiencia de escribirla. Las mejores aproximaciones al género -si es que llega a ser un género- han sido enunciadas o escritas por poetas. Borges, Eliot, Ginsberg, Brodsky, Heaney, Ashbery, el propio Valéry (a pesar de su afán de pulcritud). Por su parte, los teóricos no poetas han llegado lejos en su aporte de instrumentales y de distinciones, pero me da la impresión de que estos artilugios sirven más para el circunloquio que para la iluminación del fenómeno.
En un hermoso ensayo, "Espacio poético", John Ashbery analiza entre otros textos un breve fragmento de La tierra baldía , de Eliot, la parte en que aparece un río medio estancado, aceitoso, como de suburbio industrial, donde "las barcazas hunden/ leños flotantes/ al sur de Greenwich/ más allá de la Isla de los Perros".
Con la sagacidad de John Ruskin hablando de la "falacia patética", Ashbery se detiene en la imposible acción de las barcazas hundiendo los leños. Según su perspectiva, esta suerte de error ontológico ayuda al poema a reforzar su emoción general, ya que todo en él es equívoco, fuera de foco.
Pero hay algo. En la realidad es posible que el roce del casco de una barcaza hunda cierta clase de leños. Lo vi en un programa de televisión, que quizás a Ashbery se le pasó. Se trataba de un lago tan fantasmal como el río de Eliot. En él iban a dar los troncos perdidos de la industria forestal situada río arriba. Los troncos flotaban un tiempo y luego -por el peso del agua que los impregnaba- se iban al fondo. Ahí pasaban una temporada hasta que el gas de su putrefacción los sacaba a flote de nuevo. En ese momento se convertían en cuerpos pesados, semiflotantes, que vagaban a ras de superficie y que uno podría haber hundido con un solo dedo. De lejos se los confundía con serpientes acuáticas monstruosas.