Cientos de trabajadores pagaron con su vida levantar puentes y abrir túneles. Se importaron maquinarias que fueron armadas, adaptadas y atendidas en magníficas naves, altas como catedrales, que anunciaban la llegada de la usina a nuestro paisaje laboral. Por entonces, ser pionero en el desarrollo era más un deber que una utopía.
Hoy, en cambio, con suerte soñamos comprar trenes prêt-à-porter para un sistema escueto, que es la pálida sombra del antiguo trazado: aquella preciosa filigrana que, con curvas amplias, túneles breves y pendientes suaves, conquistó nuestra escarpada geografía. Su estructura y continuidad son quizás la única riqueza y la última esperanza de recuperar el tren para Chile. El resto ha sido desmantelado de forma sistemática por décadas. Vías y edificios han sido desguazados a tirones en una fechoría piramidal, donde participan con igual desdén las instituciones y los ciudadanos. Los terrenos de estaciones y maestranzas han sido loteados por una empresa de ferrocarriles que más parece, a veces, un síndico de quiebras. Ahora, si queremos seguir soñando, encima habrá que pensar en comprar suelo.
Como si no fuera suficiente, se aniquila también la memoria del tren, abandonando su historia en el último canasto de los saldos. El puente Toltén, la magnífica estructura de hierro de 1898 que falló en sus cimientos y se desplomó sobre el río hace algunos meses, es rematado por kilo y al mejor postor. No irá a formar algún monumento, no se intentarán enderezar las magníficas vigas y tensores para armar otra estructura en algún lugar que lo necesite, ni siquiera se almacenará para esperar una mejor idea. Se mandará al horno y se canjeará por dinero; por un miserable plato de lentejas para la gran empresa que alguna vez fueron los Ferrocarriles del Estado. La desaparición y el olvido parecen convenir a este modo de operar tan miope como hambriento.