Hace unos días abrí la convocatoria para un taller de escritura que daré en el verano. Entre los emails que llegaron hubo uno de una mujer que decía, a grandes rasgos, esto: que vivía en el interior del país. Que estaba sola con tres hijos. Que hacía mucho que quería explorar la línea del periodismo narrativo -que es lo que enseño-. Y que recordaba que años atrás, durante una charla pública, yo había hablado de los concursos de crónica como espacios de incentivo, es decir: como metas a trazarse para poder concretar un texto. "Busqué concursos y di con el Nuevas Plumas del que habías hablado -escribió la mujer, en referencia a un certamen que organiza la Escuela de Periodismo Portátil de Chile-, pero la palabra 'nuevas' llega hasta los 35 años. Y tengo 40. Siento que pierdo los trenes, que estoy quedando afuera de todo. Debe ser la crisis".
Apenas terminé de leer el email, busqué a la aplicante en Facebook y le pedí amistad. Vi que vive en Rosario, una hermosa ciudad con río. Y pensé que la próxima vez que viajara para allá almorzaríamos en la costanera, como si fuéramos viejas amigas. No es la primera vez que tengo estos accesos de empatía. Este año me relacioné también con otra alumna de mi edad -separada con dos hijos-, cuando en una clase se refirió a su ex marido con el término "el padre". "El padre no quiere que los chicos vayan a un colegio público", dijo. Y apenas escuché la construcción "el padre" para hablar de un hombre que alguna vez fue un amor, volví a pensar que nos unían muchas cosas -o al menos un par de decepciones- y que un día tomaríamos una cerveza, como si fuéramos viejas amigas.
Me resulta fácil -y nuevo, porque antes no pasaba- armar lazos de confianza con mujeres que acabo de conocer. Supongo que el paso del tiempo hace que nuestras vidas, que tienen tanta pretensión de pieza única, terminen yendo a un cauce compartido en el que todas dialogan con naturalidad. Llegados los 40 muchas amamos, parimos, enloquecimos intentando congeniar el mundo personal con el trajín doméstico, nos separamos, nos colgamos el cartel de "sola con hijos", emprendimos nuevas relaciones que también fracasaron, nos desinflamos hasta llegar al sótano de nuestras posibilidades neuróticas, resurgimos, nos volvimos a enamorar con la cautela y el descaro de haber sufrido más de un chasco, e hicimos de la propia biografía un lugar común que espeja, con verdad y sin grandes giros autorales, las vidas de las otras.
Si "todos los hombres son iguales", como dice la frase hecha, temo que todas las mujeres, pasada la cuarentena, también lo somos. Por eso la amistad es tan sencilla.
Hace unos días escuchaba a Lica, mi suegra. Es una señora hermosa, de noventa y dos años, rodeada por una familia grande y por cada vez menos amigas. Todas sus congéneres se van muriendo. Solo le queda una de 101 con la que juega al burako en el Club Náutico. Y dos de casi ochenta con las que piensa ir a la pileta cuando llegue el verano.
-Voy a presentarte a mi abuela -le dije hace unos días.
Mi abuela Maite tiene 86 y también es hermosa, y está rodeada por una familia que no es muy grande y todavía tiene viva a su amiga de la infancia, que no sé cuánto tiempo más le irá a durar. Mi abuela podría llevarse bien con Lica: ambas usan aros de perlas, ambas llevan el cabello cano y corto, ninguna se pinta las uñas, ambas han vivido en una zona común -el norte de la ciudad y el conurbano, un lugar de gente con algún dinero en el bolsillo- y ambas superaron el umbral de los ochenta años, un factor que las vuelve, a esta altura, amigas íntimas que aún no se conocieron.
-Sí, ya me dijo mi hijo que tienen a tu abuela para presentarme -respondió mi suegra. No quedó claro si la idea le interesaba.
Estábamos en el jardín, un domingo después del almuerzo. Mientras hablaba, urgida porque tenía un evento familiar en otra casa, Lica abrió su cartera, tomó un espejo pequeño y un rouge, y se pintó los labios con dos movimientos rápidos como una firma al pie de un papel. No sé cómo lo hizo. Pero sé que al examinar su boca fresca vi como un relámpago sus años de juventud y vi también mi vejez, y pensé que la edad quizás fuera, pasados los cuarenta, una condición menor. Nosotras también, con medio siglo de distancia -pero con más de un deseo y más de una desilusión a cuestas-, podríamos ser amigas. La única gran diferencia, en todo caso, es que una tiene el pulso perfecto y la otra no.