La sucesión de eventos que nadie logró predecir ha sido el sello de la última década a escala mundial. Y las señales que observamos anticipan nuevas sorpresas. Por esta razón conviene revisar lo que ha ocurrido en estos años y las lecciones que este período de turbulencias le deja a Chile.
El crecimiento de los países avanzados cayó desde un 2,8% en los diez años anteriores a 2007 a un 1% promedio en el período posterior, deteriorando la calidad de los empleos en esas sociedades y ocasionando efectos políticos como la elección de Trump, la votación del Brexit, la parálisis institucional de España, entre otros fenómenos similares que se incuban en estos países. De haberse mantenido la tendencia del crecimiento anterior a la crisis de 2008-09, el nivel de su producto hoy sería un 16% mayor que el efectivo.
Y es precisamente porque las consecuencias políticas de lo que ocurre en la economía normalmente demoran en manifestarse, que ahora estamos observando los efectos de la brecha entre las expectativas y la realidad, que se comenzó a incubar en la crisis subprime . De acuerdo a un estudio de McKinsey, cerca del 70% de los hogares de países avanzados está viendo que sus ingresos llevan diez años estancados o declinando debido principalmente al bajo crecimiento.
Culpar a la globalización es un argumento atractivo pero equivocado, porque oculta la incapacidad de los líderes de asumir el desafío del crecimiento. El origen de la tensión que vive el mundo desarrollado es que el ritmo en que aumentan los ingresos es insuficiente para satisfacer las expectativas de los grupos mayoritarios de la población. Y las consecuencias de este fenómeno están a la vista: una creciente ola de proteccionismo durante la última década, a través de la cual cada país trata de estimular su demanda interna a costa del crecimiento mundial.
Otra de las particularidades de esta década es la volatilidad e incertidumbre financiera. Por ejemplo, la volatilidad de los precios accionarios se ha incrementado en más de 30% y la variabilidad de las tasas de interés en más de 50% respecto a los 20 años anteriores. El mundo ha vivido la peor crisis financiera desde 1930, con costosos rescates para los contribuyentes y con un sistema bancario que no logra reanimarse, anticipando que los episodios de turbulencia están lejos de terminar. Todo ello también ha tenido consecuencias políticas.
El súper ciclo de los commodities de 2004 a 2013 fue otro de los eventos no anticipados de este período. El presupuesto fiscal creció rápidamente y la inflación de las expectativas durante los años de la abundancia ha generado una situación difícil de manejar ahora que volvimos al terreno de la escasez. Las economías emergentes exportadoras de productos básicos han sufrido un menor crecimiento, generando nuevos desafíos para compatibilizar el avance social con una economía que necesita financiar las aspiraciones de la población. Por ejemplo, América Latina creció en más de un 4% anual entre 2010 y 2013 y durante los últimos tres años ha permanecido estancada.
La pregunta clave es cuáles son las lecciones que le deja a Chile este entorno de turbulencias y bajo crecimiento. Hay políticas que debemos mantener y otras que necesitamos corregir para fortalecer nuestro camino al desarrollo.
Primero, lo que hay que mantener son las instituciones para las políticas macroeconómicas, como son la regla fiscal, la autonomía del Banco Central y la supervisión financiera. Su buen funcionamiento es lo que permite que las autoridades del Gobierno y los dirigentes empresariales sostengan que el país no está en una crisis económica.
En este sentido, conviene contrastar la trayectoria de los países de la región que lograron moderar el déficit fiscal después del superciclo (Chile, Colombia, Paraguay y Perú) y que han alcanzado un crecimiento promedio de 2,8% entre 2014 y 2016, versus los países en que el déficit se disparó y su crecimiento promedio ha sido -1,8% en el mismo período (Argentina, Brasil, Ecuador y Uruguay).
Segundo, debemos corregir las políticas de crecimiento. La inactividad que hemos tenido en esta materia durante la última década puede tener un alto costo si no reaccionamos. Hemos dependido excesivamente del entorno externo, lo que funcionó durante el superciclo de los commodities , pero cuando las condiciones externas empeoraron en 2013, la economía perdió impulso y las políticas macroeconómicas han sido insuficientes para recuperar el dinamismo.
Una estrategia de crecimiento se construye en torno a un Estado proactivo que impulsa iniciativas de transformación productiva; proyectos de infraestructura; modernización del mismo Estado, y reformas que ayudan a la productividad y a la inversión. La pasividad en este ámbito es particularmente grave cuando al mismo tiempo el sistema político impulsa una agenda social ambiciosa que alimenta las expectativas y que luego requiere financiamiento para lograr resultados.
Tercero, es indispensable cambiar el estilo de la gobernanza porque el país está mostrando una baja capacidad de adaptación a los cambios del entorno externo e interno. El sinceramiento fiscal tomó varios años y el retroceso que experimenta Chile en los indicadores de competitividad no ha generado una reacción proporcional en las autoridades. Esto se debe a un estilo de gobernanza cerrado y reactivo, donde el Estado confía en conducir el desarrollo del país prescindiendo del resto de la sociedad. La capacidad de adaptación que se necesita en ambientes de turbulencia -como los que estamos viviendo- requiere de una gobernanza abierta, que combine los recursos del Estado con el involucramiento de las personas, las organizaciones civiles y empresas.
En síntesis, mirar las dificultades que tiene la sociedad chilena en la actualidad, a la luz de los episodios de la última década, ayuda a identificar las materias que debemos cuidar y las que necesitamos cambiar: la estabilidad, el crecimiento y la capacidad de adaptación son fundamentales para encontrar respuestas a los problemas colectivos.