El transporte es la disciplina que, a grandes rasgos, estudia cómo mover bultos inánimes o, al menos, abúlicos de la forma más eficiente. La "movilidad urbana" es un concepto más rico, que parte por reconocer la voluntad de un sujeto activo que se desplaza por un tejido complejo. Dentro de la movilidad están los sistemas y medios de transporte, cuya eficiencia está determinada, en gran parte, por las decisiones de ese sujeto pensante. Y los medios cambian el entorno construido, de eso no cabe duda: el tamaño de una ciudad se reduce o se dilata dependiendo de los tiempos de circulación. Un lugar aparece o desaparece de la cartografía de oportunidades según su accesibilidad. Un territorio puede quedar conectado o segregado para siempre dependiendo del diseño de una autopista o un ferrocarril.
¿Pero es el transporte el huevo, y la ciudad, la gallina? ¿Va a cambiar la condición histórica de la Alameda como columna vertebral de Santiago si hacemos una segunda línea de metro bajo ella o un poco más lejos? Lo dudo. Doscientos años de ineficiencia en su diseño (sí, no crean que esta discusión es nueva) no han logrado revertir su supremacía. Los motivos para moverse por y hacia las Delicias son tan arraigados como insondables.
La ciudad es más que una red de tuberías de distinto calibre que podemos reordenar a nuestro antojo. Si fuese un cuerpo y la movilidad su sistema circulatorio, no lograríamos hacer aparecer un nuevo corazón a punta de bombear sangre a un punto. Y, de seguro, mataríamos al paciente si dosificamos el flujo a la cabeza. La ciudad tiene jerarquías y órdenes que expresan una matriz histórica y cultural, y el desarrollo de nuevos centros implica una planificación urbana mucho más compleja que la sola irrigación. Son los motivos de desplazamiento de los viajeros los que deben fijar las prioridades de la red de movilidad. Probablemente, la condición postergada de nuestra superpoblada periferia debiera orientar la inversión pública a atender las actuales necesidades de desplazamiento de sus habitantes.