Han corrido ríos de tinta explicando por qué ganó Trump. Casi igual a los que fluyeron para demostrar que ello era imposible. Se confirma una vieja máxima: que las rebeliones brotan de la frustración y el miedo, no del sufrimiento o la ilusión. Eso es lo que vive la población blanca estadounidense con baja educación, que salió de sus casas a votar por Trump. Siente ser una especie en extinción, dejada de lado por gobiernos que solo se ocupan de la inclusión de las minorías y por políticos que ya no hablan de identidades, límites y fronteras, sino solamente de inclusión, globalización y liberalización. Es la misma angustia que agitó Sanders en la primaria demócrata; la misma que empujó a los ingleses rurales mayores y de baja educación a apoyar el Brexit; la misma que conduce a los antiguos bastiones obreros comunistas de Francia a volcarse por Le Pen.
Trump y el Brexit -hay que ver lo que sucederá el año próximo en Francia- demostraron que los medios de comunicación, los partidos políticos, los líderes de opinión, las celebridades, los círculos de negocios, los analistas económicos, los artistas, los intelectuales, son totalmente impotentes para detener este tsunami . Emplearon todos sus recursos, pero fue inútil. Trump y sus seguidores fueron presentados como deplorables, adosándoseles todas las calamidades imaginables. Aun así ganaron.
Ganaron los que no hacen dieta y exhiben su corpulencia como signo de vigor. Los que asumen que el lenguaje sexista y el acoso pueden ser formas de seducción. Los que sostienen que hay dos sexos y punto final. Los que no viajan a Europa porque les da claustrofobia. Los que piensan que el calentamiento global es una invención de los chinos y están por reimpulsar el uso de combustibles fósiles. Los que prefieren los 4x4 a los híbridos, las motos a las bicicletas. Los que no leen los diarios, pues no les interesa informarse, o si lo hacen es por redes sociales que les confirman lo que creen. Los que no quieren hacerse más porosos, sino más impermeables, y proteger su identidad con muros si es necesario.
Ganaron los que piensan que la misión del gobierno es apoyar a los que están, no a los que llegan. Los que estiman que burlar al Estado y no pagar impuestos es un signo de astucia. Los que mantienen que para alcanzar el crecimiento económico hay que bajar impuestos a los ricos, y que estos se merecen el lujo en que viven. Los que tienen más miedo a los que vienen de abajo que a los que están arriba.
Ganaron los que son impulsados por la nostalgia antes que por la esperanza en el futuro. Los que están por hacer alianzas con el diablo si se trata de defender sus intereses. Los que quieren gobiernos que actúen en favor de las mayorías, no de las minorías. Los que buscan líderes que hagan promesas, no que planteen problemas. Los que prefieren dirigentes que se pongan metas, no que razonen. Los que eligen políticos que actúen, no que deliberen. Ganaron, en fin, los que creen en el hard power , no en el soft power.
El diario Le Monde cuenta que el Partido Demócrata contaba con un sofisticado programa computacional llamado Ada -en homenaje a Ada Lovelace, la matemática del siglo 19 a la que se adjudica la creación del primer algoritmo-. Procesando encuestas y otros datos, este establecía sin mediar intervención humana dónde había que alojar los recursos de campaña. Algo falló, como lo prueba la derrota de Clinton. Sus programadores seguramente no previeron que en la vida los malos también ganan; es más: que están en su derecho.