Era un verdadero emblema de la chilenidad. Con casi cien años de vida, El Chancho con Chaleco reunió -en democrática convivencia- a toda la bohemia santiaguina, así como a familias completas alrededor de sus mesas. Cuando se recibían visitas extranjeras, había que mostrarles El Parrón y este local para que se "empaparan" del espíritu criollo.
El Chancho con Chaleco, en pleno Maipú, estuvo unos años cerrado, ya que el progreso, autopistas mediante, les expropió un trozo de la antigua construcción y hubo que remodelarlo hasta que en 2013 se reinauguró, con sus muros de ladrillo, en la misma ubicación de Pajaritos.
Actualmente, su escenario con música en vivo y bailables, obvio, sigue congregando a muchos parroquianos que se animan por sus convenientes precios y esa " onda" tan entrañable y familiar que aún conserva. No por nada, hay varias generaciones de la familia a su cargo, de lo que da cuenta el gran retrato de una señora muy seria, que preside el comedor central, seguramente la esposa del fundador del establecimiento.
Que nadie espere aquí refinamientos. La carta de vinos es breve y con pocas alternativas. La comida -sabrosa- comienza con unas marraquetas calentitas, con buena mantequilla y una pasta de ají precisa en picor. El causeo de patitas resultó poco emocionante. Lo mismo que el puré que acompañaba a unas prietas sabrosas, pero nada para morirse. El pernil de entrada, con papas, venía sin una gota de mayo y con mucha zanahoria por encima: correcto, aunque solo eso.
Las demás mesas comían con avidez humeantes parrilladas, lo que parecía ser lo mejor de su cocina. Mientras, una bandera chilena presidía el gran salón y un terneado caballero cantaba, con estilo y talento, un bien elegido y ecléctico repertorio. Lo mejor es ir de noche para bailar con la orquesta y ver todo más brillante y lucido. ¡Ah! Y pedir una parrillada.