La pulsión más fuerte, el motor instintivo más poderoso, constante e incontrolable del cuerpo social chileno actual es el deseo de arribar, de ser socialmente más que ayer, de alejarse de aquellos grupos que proyectan la imagen de ser inferiores, huir de ellos como de la peste, y aproximarse, pisarles los talones, codearse con los que se conciben como superiores.
No me corresponde juzgar moralmente este fenómeno y, por ello, me inquieta que la palabra "arribista" tenga un tufo de arrogancia, un halo peyorativo como si la espetara alguien que se halla sólida y tranquilamente situado en la cima respecto del que escala esforzadamente la montaña.
Si se considera el término solo descriptivamente, podríamos notar que todos los grupos sociales que se mueven en Chile de hoy (lo que habitualmente se llama "clases"), en vez de descansar en su estado, se hallan en esta carrera incesante, también los que parecen ocupar la cúspide de la pirámide, ya que se comparan con otros grupos fuera de Chile, los imitan e intentan arribar a donde ellos están, poniendo un pie fuera, apartándose, a su turno, de los compatriotas "nuevos ricos" que vienen arrebatándoles sus exclusividades. La globalización ha abierto el techo del arribismo y el piso es poroso. Ninguno tiene un lugar propio. Todos los grupos del espectro husmean las cosas (no cualquier riqueza) cuya posesión permite ascender ("bienes estatutarios" les llaman), diferenciarse de los que vienen detrás y entrar en el club de los de arriba, del cual, a su vez, sin lograr sosiego, se fugan los que ven a las masas de parvenu saltando las barreras.
¡Qué bien intencionados y bondadosos me parecen la Presidenta de la República y sus asesores en pensar que los chilenos estamos por la igualdad, la inclusión y un comunitarismo buena onda! ¡Hasta en mi pequeño pueblo de Maule -2.500 habitantes- todo se configura en torno al deseo de arribar y al horror a descender! ¡Cuántos matices se pueden observar y qué alto costo se está dispuesto a pagar por avanzar y distinguirse!
En este villorrio, la inmensa mayoría vota por la izquierda desde hace décadas y a nadie se le pasa por la cabeza que ello es incómodo ni menos inconciliable con su deseo de dejar al vecino atrás y cambiarse de barrio, un par de cuadras al menos. No creo que esté en manos del Estado la posibilidad de torcer esta tendencia, que no es individual, sino grupal y, en cambio, percibo que este rasgo es capaz de invertir el espíritu de las leyes e instituciones mejor intencionadas. La astucia del arribismo social es superior y su castigo hacia quienes lo contrarían es la indiferencia. Un 65 por ciento de indiferencia.