Tras 98 años -su última representación en Chile fue en 1918 con Pedro Navia en el rol protagónico- regresó al Municipal de Santiago "La condenación de Fausto" (1846), de Hector Berlioz, obra que lo muestra como el gran arquitecto musical que fue, uno que logró transformar el escenario operístico francés de su tiempo. Definida por su autor como "una leyenda dramática" más que como una ópera, se la ha calificado como "difícilmente representable", pues la sucesión de veinte escenas exige atmósferas y ambientes diversos, mientras lo que podríamos llamar "trama", la historia que se cuenta, es anecdótica en relación con las apesadumbradas meditaciones de Fausto sobre la naturaleza, la vida, la muerte y el amor. Esto último precisa, por lo demás, un cantante que logre plasmar escénicamente las sutilezas poéticas del libreto.
El "espectáculo" musical por sí solo es formidable, pues la partitura es grandiosa de principio a fin, con una orquestación repleta de detalles y en la que se alterna el lirismo extremo con la efusión romántica más grandilocuente. En una obra de enormes contrastes, con exigencias mayores para todos los instrumentos, Maximiano Valdés, al frente de la Orquesta Filarmónica, hizo una lectura correcta de la partitura, sin aprovecharla en su totalidad. La elección de ciertos tempi pudo deberse a una falta de afiatamiento del conjunto, pero también a veces el director pareció esperar demasiado a las voces en escena, de manera que la fluidez del discurso y su tensión tendieron a disiparse, limitando la voluntad expresiva. Muchos matices y capas yuxtapuestas de sonido se perdieron. Hubo algunos momentos especialmente hermosos, como el inicio de la ópera, con el sonido dulce de las violas; la entrada de los cellos en la escena IV, seguida por violines, violas y fagotes; la fuga sobre la palabra "Amén" de los borrachos en la taberna, y la delicadeza ensoñada de las danzas de gnomos y sílfides. Ese clímax musical que suponen la "Cabalgata al abismo" y el "Pandemonium", con la orquesta a tope en yuxtaposición con los coros religiosos y de demonios, resultó algo laxo y sin urgencia.
Trabajo enorme también para el Coro del Teatro Municipal (dirección de Jorge Klastornick), que tiene una actuación protagónica. Como siempre, el conjunto exhibió su competencia musical y vocal, dando lo mejor de sí en "Quittant du tombeau... Christ vient de ressusciter!", en la fuga tras la canción de Brander y en "Dors, dors, hereux Faust". Faltó energía para el "Tradium Marexil" en lengua "demoníaca", mientras que hubo desajustes entre el coro en escena y los ubicados en los palcos laterales para la sublime "Apoteosis de Margarita".
Ramón López optó por una lectura ilustrativa, sostenida por un diseño digital de imágenes en movimiento y un espejo que da continuidad al piso del escenario y permite que los espectadores tengan más de un punto de vista de la escena. Muchas veces era más interesante la proyección en ese espejo que lo que sucedía en la zona frontal del escenario. Visualmente atractivas resultaron el encuentro en la taberna de Leipzig; la escena feérica junto al Elba; la gran aria de Margarita con esa enorme ventana sobre la que cae la lluvia, y el recuerdo de esa obra cumbre pictórica del romanticismo que es "Caminante sobre un mar de nubes", de Caspar David Friedrich, para la "Invocación a la naturaleza", de Fausto. Hubo caballos alados y también otros encarnados por bailarines para Vortex y Giaour, los equinos de la cabalgata infernal. El vestuario de Loreto Monsalve viajó entre lo imaginativo y lo ultra convencional. No hubo suerte con las coreografías (José Vidal), redundantes y de tono infantil, y tampoco con el trabajo actoral de los cantantes principales, casi inexistente y monolítico.
Totalmente inadecuada la elección del tenor Luca Lombardo para el rol del joven Fausto, cuya voz, desgastada y temblorosa, no tiene la amplitud que exige la partitura; además, nunca construyó un personaje. El barítono Alfred Walker canta bien y tiene porte para Mefistófeles, pero como actor no transmite ni ironía ni maldad. Mejor estuvo Ewelina Rakoca-Larcher, una Margarita dulce, que encantó con la suavidad de su "Canción gótica" y que supo dar con el pathos de "D'amour l'ardente flamme". Sergio Gallardo cantó con convicción el breve papel de Brander.