A veces titubeo antes de dar una opinión sobre las cuestiones del presente por temor a ser drásticamente refutado. No me refiero a asuntos políticos ni a las novedades de la prensa, sino a las costumbres en uso. Los jóvenes muy jóvenes tienden a creer que uno no tiene idea de qué cosas son verosímiles hoy en el intercambio social, tal como uno tiende a sospechar que ellos piensan ingenuamente que la vida empezó ayer nomás.
En cierto modo, la vida consiste en una permanente repetición o en variaciones de lo mismo, año tras año. Y sin embargo, cuánto cambian las cosas de manera casi imperceptible. Nos creemos sujetos unitarios, individuos de límites nítidos, y sin embargo basta mirar nuestras fotos de hace treinta años para constatar que avanzamos a merced de una corriente ajena. Nuestra ropa no es la misma, nuestro peinado, nuestra expresividad. Todo esto, al margen del deterioro connatural al paso del tiempo.
Me mostraron hace poco el trabajo del artista norteamericano Julian Schnabel, en el cual hay algo prodigioso, abismante. Schnabel encuentra fotos del siglo XIX -particularmente retratos- y luego las fotografía con Polaroid que, como sabemos, corresponde a una tecnología relativamente reciente. El hecho es que al ver esos rostros ampliados en Polaroid uno queda perplejo por su extrema contemporaneidad. Todos los retratados parecieran tributarios de un tiempo común: el nuestro. Podrían andar por la calle ahora mismo, o venir saliendo de la oficina, o aparecer en alguna serie de la televisión. Es la opacidad tecnológica lo que sitúa temporalmente ciertas imágenes. Suprimida o reemplazada esta, nos convertimos en figuras universales, susceptibles de ser ubicados en la Roma de Marcial, en el París de La Bruyère o en el Santiago de Vicuña Mackenna.
El truco falla en el sentido inverso. Lo vemos en esos negocios de feria recreativa en los que se nos ofrece tomarnos fotos de época, ataviados con ropas del siglo XIX. El resultado de estos empeños no nos muestra más que gente actual disfrazada. Es posible que el problema se dé por un desfase tecnológico, pero hay algo también de rango expresivo: el modo en que los modelos enfrentan el lente, cómo sonríen, cómo distienden la mirada. Yo creo que realmente nadie sabe qué sentía un tipo del siglo XIX ante el fenómeno fotográfico que eventualmente lo involucraba. Las poses eran distintas y estaban relacionadas con el tiempo requerido para la consecución de la foto. Se daba un
pathos del todo diferente: el momento era único y había que responder a esa característica.
El párrafo inicial estaba destinado a introducir unas especulaciones sobre los diarios de vida. Iba a decir que ignoro totalmente la asiduidad de los jóvenes de estos días a ese formato de la confidencia. Pero me desvié hacia la fotografía. No obstante, diarios de vida y fotografía son temas afines. Ambas modalidades tratan de fijar, al menos en parte, la fugacidad esencial de la comedia humana.