Waldo Torrico es el heredero de las salchichas Cololo. Tiene una larguísima cabellera rubia. Es figura de reality shows. Es dueño de un canal de televisión y va a programas de otro a pelar el suyo. Le gusta hacer gestos extravagantes. Le gusta, sobre todo, que se hable de él. Rogelio Lezica es un asesino con formación de carnicero y con tanques de ácido a la mano. "Cuando Lezica levantaba la vista buscaba a uno cualquiera para ponerlo en la mira". Escucha voces, ve visiones, no sabe qué es real y qué no, siente que sus víctimas reaparecen en otros cuerpos que lo acusan silenciosamente. A veces mata solo para honrar a la víctima con lo mejor que él sabe hacer: puf-puf. A veces se asoma a un abismo "más cenagoso que cóctel de penumbras". Lezica conoce a Merci, ex esposa de Harinas Sandoval, Hari para todo el mundo, detective privado. La hija de Merci se enamoró de un imitador de Torrico. "Es como vivir con una fotocopia", dice su madre. Lezica se instala en su casa y vuelve a trabajar en una carnicería. Hay quienes quieren ver muerto a Torrico. Le piden un cuerpo a Lezica: él lleva varios, pero solo después de tres le dicen que no quieren cualquier cuerpo, sino el del salchichero, protegido por guardaespaldas y errante por el mundo, allí donde lo lleve su afán por salir en pantallas y revistas de farándula.
Esos son algunos de los ingredientes de una novela policial atípica, por si hacía falta decirlo. El argentino Carlos Ríos ha cultivado la poesía experimental y sus primeras novelas están ambientadas en África y Bielorrusia. En los últimos años ha publicado una decena de obras y desarrolla además un proyecto de brevísimos libros artesanales con los que aspira a capturar la esencia del género, el resplandor de una escena, el corazón de un relato. La ciudad en donde transcurre Cielo ácido funde en su territorio barrios de México DF y Buenos Aires y La Plata. Los personajes hablan en argentino. El alcalde hizo campaña prometiendo cielos de colores y lo hace, a través de métodos eficientes, pero que desencadenan una permanente lluvia de partículas que irritan los ojos y las gargantas, pero ahí está, el espectáculo del cielo rosa o gris, o con tentativas de arcoíris que transfigura la luz del lado de acá, el tono de las cosas, y cuyos restos ingiere Lezica porque lo ayudan a pensar. ¿O no? Todos los personajes nombrados, y algunos otros, terminan por cruzar su camino. Ríos cumple con la expectativa del género policial, sí, pero acá hay otra cosa, otra potencia narrativa, un dibujo espectral cuya acidez y crudeza ayudan a pensar. Sí. De eso no cabe duda.
Carlos Ríos Jagüey, Santiago, 2016.
148 páginas.