Bob Dylan, al rechazar lúcidamente el Premio Nobel de Literatura, no solo afirmó cuál era su lugar propio -la música-, sino que rozó la llaga de una separación que estremece la poesía de Occidente desde tiempos remotos y que hoy prevalece más que nunca antes.
Ambos términos remiten a la Grecia antigua y a un período arcaico de esta, anterior a la escritura alfabética, unos tres mil años atrás, durante el cual un grupo, de cuyo origen sabemos poco, empezó a cultivar un género de entretención para los aristócratas -que ya habían logrado un espacio importante de tiempo libre- que llamaban "canto". Los cantos ("aedoi") eran larguísimas narraciones acerca de batallas e historias míticas que los cantores (aedos) iban elaborando sobre la base de un material colectivo adaptado a cada audiencia y cuyos personajes y peripecias el público conocía en líneas generales. Como no había escritura, los aedos recitaban sus extensos cantos de memoria, hazaña que los forzó a elaborar un estilo en que se repetían palabras, frases y párrafos ("fórmulas", se las llamó después) y a ceñirlos a un único ritmo que admitía pequeñas variaciones. En verdad, lo poco que se sabe sobre esos "cantos" son conjeturas a partir de un texto en el que se volcó por escrito, en el siglo VI a.C., el canto más célebre de todos, que sus recopiladores llamaron "Ilíada" porque contaba algunos episodios de una gran guerra por la posesión de Ilión, una poderosa ciudad al oriente del Mediterráneo. Como ese texto está formado por letras es lógico y paradójico a la vez decir que la literatura tiene en él su origen; lógico, porque "literatura" es una palabra latina que deriva de littera -letra-, y paradójico, porque ese texto fija un canto oral, es decir, compuesto, almacenado e interpretado antes de que existieran las letras.
Con todo, después de la fijación de la Ilíada, la música y poesía comenzaron un camino separado. Los cantos eran musicales sin necesidad de acompañamiento musical, por la inusual manera en que eran compuestos y porque el griego era una lengua tan exquisitamente inflexiva, es decir, en la que el papel gramatical de una palabra era definido por un sufijo o flexión común (al terminar las palabras) para cada caso gramatical que, sin necesidad de rima o juego sonoro deliberado, concedía a las oraciones una dulce eufonía. El canto era música; no estaba acompañado de música como ocurre con cualquier canción de hoy o poema que se musicaliza. La música es, en estos casos, un añadido externo a la palabra. Aquella separación traumática mueve desde entonces a los poetas a perseguir denodadamente devolver al idioma su musicalidad interna perdida.