La palabra -el verbo que significa de manera implacable- vuelve a quedar suspendida sin Juan Radrigán, el gran dramaturgo chileno que ha partido y que durante su vida fue también cargador de la Vega Central, cuidador de una salitrera, mecánico de una industria textil y de una fábrica de chocolates, albañil, dirigente sindical y vendedor de libros usados. "Mis personajes nacieron de los lugares donde trabajé. Eran mis lecturas vivientes".
Aunque Juan pensaba que la palabra es infecunda, pese a la amargura que eso le provocó, siguió escribiendo y escribiendo, un impulso que provino de leer "en los tristísimos ojos de mi madre (...) y en cientos de rostros y de cuerpos averiados por una implacable pobreza".
Él escribía por estupor; le extrañaba lo que sucedía y quería comprender, sumando en ese empeño al público "para comprender acompañado". ¿Qué motivaba tal estupor? Cosas sencillas y terribles. Un día, por ejemplo, vio a un ciego caminando, que no tenía bastón, y se le terminó la muralla que le servía de guía: "Nunca he visto una cara como esa. Nunca he visto un ser más perdido en el universo. Una soledad existencial tan espantosa. Me produjo algo tan fuerte que tengo que decir algo sobre ese hecho atroz, tan injusto, por qué existe un tipo así... Mis obras nacen como un sentimiento de rebelión".
Juan no escribía de cualquier cosa, pero cualquier cosa adquiría en él un carácter que evidenciaba el destino trágico de los seres que viven en esta Tierra. Su obra está poblada de vagabundos, proletarios y prostitutas, hombres y mujeres solos, expresados sin embargo a través de un lenguaje poético-dramático superior. Ciudadanos de cualquier parte y también muy chilenos, a los que definía como "fundamentalmente ambiguos y melancólicos". Nunca fue obvio Juan Radrigán, como tantos otros representantes del teatro chileno marcado por los problemas sociales y políticos del siglo XX.
Quizás es por eso que habiendo creado la compañía El Telón en pleno gobierno de Pinochet, nunca tuvo problemas: "Yo creo que nos ayudó mucho ser anónimos. Los diarios no nos pescaban". Esa vocación de anonimato lo acompañó toda su vida, como también la decepción después del triunfo del No. Así lo decía él mismo: "Vino la democracia, se asomó al umbral, miró y no se quedó porque no le gustó... Y en eso está, esperando allá afuera. Está en el exilio. Yo me exilié en mi casa; dos o tres años sin escribir. Cuando Pinochet escondió la cara y se produjo ese remedo de democracia, la gente se quedó en un espacio de nadie. ¿Qué se escribe? ¿Había por qué escribir?".
Juan Radrigán recordaba a menudo que nunca el teatro estuvo más unido que durante la dictadura -"Espero que no tenga que haber otro Pinochet", bromeaba-, y que en esos años la relación entre actores, directores y dramaturgos "tenía algo de hermoso. No de estarse pelando unos a otros, como ahora. Si esto es ya una especie de selva; hay que estrenar y quedarse calladito y que nadie lo vaya a ver", dijo en 2001. Sus obras están cruzadas por el dolor de hogar y la defensa de la dignidad a toda costa, "de algo que nos libere de la condición humillada. Dolor de hogar: ausencia de hogar, los personajes o lo han perdido o nunca lo han tenido". Por eso es que descubrió que Luzbel, el protagonista de su obra "El Príncipe Desolado", era el ser más abandonado de todos: "Es el más trágico de todos (mis personajes), porque no tiene espacio en este mundo. Toda la tierra se presume de Dios, para los católicos. Y, además, Luzbel es inmortal. Lo fregaron. Seres así hay, que nacen en desventaja".
Juan Radrigán vivió en medio de grandes cuestionamientos. Pero escribió y escribió persiguiendo una luz, y la luz estaba dentro de sí. Tenía esperanza, en suma, aunque le costaba darle ese nombre: "Está la esperanza y la desesperanza y, en medio, la inesperanza. Lo que no existe. Chapotear ahí. En eso estamos".