El informe de competitividad entregado por el World Economic Forum y la Universidad Adolfo Ibáñez nos sitúa en el mundo. Aparecemos en el mediocre lugar 33 de 138, luego de haber aparecido en el 17 hace más de veinte años. Ha suscitado comentarios tan centrados en Chile, que parece que se nos olvida que estamos en el mundo. Solo nos contentamos con continuar a la cabeza de nuestro continente. Olvidamos que esa posición la logramos en los años ochenta, saliendo de la crisis con esfuerzo, orden, mística y estabilidad, mientras los vecinos se hundían en su década perdida por efecto del populismo.
Es preciso incorporar al mundo en nuestros análisis: ¿por qué los primeros están en esas posiciones?, ¿qué ha sucedido con los que nos han adelantado mientras nuestra tendencia ha sido a la baja?; nada se dice de nuestros vecinos que se nos acercan; se ignora la trayectoria de otros países parecidos a nosotros a pesar de las diferencias culturales, como Malasia, Tailandia e Indonesia, con posiciones disímiles en este informe. Debemos superar nuestra tendencia a mirarnos infinitamente el ombligo. Estar abiertos al mundo no es solo un asunto de aranceles sino, fundamentalmente, de aceptar que estamos en él y, por lo mismo, de conocerlo, entenderlo y aceptarlo.
También el informe retrata los rasgos profundos que nos caracterizan para la vida económica: señala que somos apenas mediocres en lo referido a las condiciones actuales del país; aparecemos en lugar regular para malo en cuanto a los factores para proyectarnos más allá del día presente y, finalmente, nos muestra en una posición muy inadecuada para enfrentar la magnitud y la velocidad de los cambios que caracterizan el mundo de hoy. En un análisis más fino y sectorial, destaca el contraste tremendo entre la élite de universitarios posgraduados con grandes posibilidades y la gran masa popular carente de expectativas.
Esta es una buena ocasión para fijar una ruta de superación, comenzando por aceptar al mundo y sus exigencias de trabajo bien hecho, de tenacidad y de conquista de metas por nuestro propio esfuerzo, antes que como resultado de lo mal que lo hacen otros. No reaccionar ante la mediocridad en que aparecemos es aceptar que somos poca cosa, y que no valoramos los esfuerzos de las generaciones anteriores, ni tampoco las oportunidades que requieren la capacidad y la mística de los jóvenes. Como conclusión, se impone aplicarnos a las complejas tareas que se desprenden de esta comparación con el mundo.