Si la selección sigue en carrera clasificatoria, el mérito superior es del mismo jugador, tal vez el único en este plantel, que cree firme, ciega, auténticamente, que Chile puede ser campeón del mundo. Todo lo demás podría interpretarse como accesorio, salvo que Arturo Vidal se ha transformado en el símbolo de que este equipo aún mantiene su opción, pese a la insuficiencia de sus cartas ofensivas, a la fragilidad de su zaga central ante la ausencia de Medel, a la volatilidad futbolística de su mediocampo, que de Quito a Santiago mutó como si se tratara de jugadores distintos, y a la inexplicable estrategia emotivo-comunicacional del administrador técnico, Juan Antonio Pizzi.
La notable actuación de Vidal, que lo encumbra como el jugador más relevante de la selección que disputa esta clasificatoria, remarca la lectura que hace largo tiempo se hace de este equipo: su biorritmo está controlado por no más de cuatro futbolistas. Aspirar a que una determinación técnica supere la disposición, voluntad o talento innato de estas figuras es, a estas alturas, un despropósito, aunque esto condicione toda lógica de teoría de juego asociado u ordenamiento táctico que pregonan los estudiosos. Chile se mueve, actúa, respira a través del volante del Bayern Munich, de Alexis Sánchez, de Gary Medel y de Claudio Bravo. Si ellos extravían el camino, se salen de la ruta, la opción nacional es prácticamente nula o queda supeditada al azar.
Establecido lo anterior, es inevitable detenerse en la externalidad de un dramático triunfo que desnuda la precariedad del momento. Si bien la declaración vital del administrador técnico tras vencer a Perú es episódica dentro del contexto de clasificatorias mundialistas, refleja un anómalo estado de las cosas y acentúa la relevancia de los jugadores-emblema no solo dentro de la cancha sino que también en el discurso de su jefatura. Poner el cargo a disposición de la directiva con el fin de darle libertad de acción, responsabilizar a la prensa de contaminar el ambiente por difundir "informaciones tendenciosas", contraponer los "superiores intereses nacionales" sobre el libre ejercicio de la crítica, o "agudizar" una crisis por el simple hecho de opinar o disentir, no son otra cosa que un lamentable repertorio de operaciones erráticas que no enaltecen a sus ideólogos ni menos jerarquizan una actividad cuyo nivel de prestigio apenas supera el nivel de nuestros legisladores.
Si Pizzi no resiste la presión mediática, los rumores infundados, los comentarios críticos, también los malintencionados, y todo lo que comprende dirigir una selección con un plantel complejo, y además anuncia un paso al costado después de un triunfo y no tras una derrota, como debería ser si efectivamente quiere irse, debe admitir que no está preparado, aunque tenga una indesmentible cantidad de atributos para hacerlo, partiendo por su educación y honradez. Y si los dirigentes quieren fortalecer la cohesión del grupo en torno al objetivo de clasificar, empleando el mismo discurso patriotero de antaño y el antagonismo hacia la prensa que obliga a cuadrarse con la obsecuencia, no se están diferenciando un apículo de la doctrina que lideró el mismísimo Sergio Jadue.