El colombiano Juan Sebastián Gaviria transitó desde la poesía y la novela autobiográfica (Brújulas rotas recoge su experiencia de viaje desde Alaska a la Patagonia) a la novela policial, género que cultiva con poco apego a las convenciones del género. Hay mucho de reflexión política en la novela, y no puede extrañar, puesto que Colombia atraviesa un complejo proceso para terminar una guerra civil que se ha extendido por décadas; pero, además, el objeto en venta -que desata una cadena de violencia y engaños- son las manos disecadas de Ernesto Che Guevara que, según dicen, tienen poderes sobrenaturales. La novela, publicada en Colombia el año pasado, se refiere al proceso de paz con un cierto cinismo: "Un asunto tan polémico como políticamente correcto. Los vientos del civismo revolvían los cabellos que las ansias de venganza habían peinado con saliva". El narrador sostiene que los lobos solitarios como el protagonista, comprador y vendedor de especies robadas de alto vuelo (como un violín Stradivarius) y de joyas valiosísimas son los verdaderos anticapitalistas, mucho más que los guerrilleros como Guevara. Si los segundos "aún ladraban los tristes reclamos sobre los que toda sociedad justa, solidaria y necesariamente hipócrita estaba construida", los lobos solitarios "fraguaban tormentas cuyos relámpagos mudos revelaban espectros en la noche".
Ronnie, el reducidor de mercancías, no necesita el dinero, pero sí la sensación de haber llevado hasta el fin una venta imposible. Por eso que las manos de Guevara se tornan en un desafío mayor, porque sus auténticos dueños (o herederos, o custodios) son parte de la unidad de élite del Ejército cubano y están dispuestos a todo para recuperarlas. Y es aquí donde Gaviria demuestra mejor su temple como narrador: no hay -salvo en contados momentos- escenas de persecución o balaceras. Ronnie y su secretario, Pablo, se declaran Sherlock y Watson, pero en plan más irónico que real: si les interesa la verdad detrás de la historia de las manos, es solo para venderlas mejor. La novela abre una interesante ventana sobre una cofradía criminal bogotana, la de Ronnie y sus colegas (la mayoría dedicados a las esmeraldas), pero su aspecto más llamativo tiene que ver con el personaje protagónico, Ronnie, un amoral dotado de una extraña lucidez que, hacia el final de la novela, desarrolla reflexiones que le dan una luz distinta a la historia que ahí se narra, y su conclusión -"solo somos niños jugando a que la escoba es un caballo"- puede leerse como un soberbio epitafio para el modo en que solemos asignarles valor a las cosas.