Había antes un chiste que a los niños nos causaba mucha gracia: decir de alguien "dejó de respirar" en vez de "se murió". El eje que se proyecta entre una y otra expresión es bastante iluminador. Stirner, el filósofo, consideraba que el paso siguiente en la lucha contra la superstición tendría que consistir en dejar de creer en el espíritu (y no tan solo en los espíritus de ultratumba). Como sea, Stirner dejó de respirar un día de 1856: cesó su aliento vital, o sea su envoltura física dejó huir a su espíritu como si este hubiera estado empujando por liberarse y "ascender". Entiendo que el lenguaje común hubiera descrito a su cuerpo inerte como un cuerpo sin espíritu, sin alma, sin aliento. Siglos antes, Quevedo había escrito: "Cerrar podrá mis ojos la postrera / sombra que me llevare el blanco día / y podrá desatar esta alma mía / hora a su afán ansioso, lisonjera".
Yo no veo en las cosas del mundo algo más espiritual que la desnudez de los cuerpos, sobre todo cuando esta se da en la intimidad sexual. Hay una emoción específica que deriva de sentir la piel del otro, la respiración del otro, el olor del otro, la voz del otro y percibir el flujo de una especie de entrega mutua, a la vez angelical y animal. Los ojos de la otra persona en este trance se vuelven brillantes y volados, como se representan los de los místicos, y me parece que esa mirada volátil es de lo más hermoso que he podido ver en lo que llevo vivido. No podría conocer una aproximación más cercana al espíritu en el sentido de aquello que sosteniendo la vida nos resulta inexplicable en su origen.
Uno de los problemas que traen casi siempre los manuales de sexo para púberes y adolescentes consiste en ignorar cuestiones de esta índole. Es más, la insistencia de este tipo de publicaciones -cuando proceden del mundo laico denominado "progresista"- es que varias de las prácticas sexuales convencionalmente entendidas como perversiones o "desvíos" son en verdad muy normales.
Espero que mis hijos no necesiten consultar manuales y que les baste con cierta apertura en los temas sexuales que pueden haber encontrado en su familia nuclear. Algo se aprende también a esa edad en los chistes, en las barbaridades que se hablan entre amigos, en el deseo cuando se formaliza en palabras. Son señales de ruta.
En el plano de la intimidad de dos personas (donde no deberían merodear las autoridades) es extraordinariamente fome que todo lo que se pueda hacer caiga en la categoría de lo normal, como si a la semipenumbra tan propicia a estos ajetreos la borraran con un foco de luz meridiana. Me parece deseable creer, en complicidad con el otro, que uno está siendo perverso y retorcido. Finalmente, se trata de un relato, de una ficción como tantas con que nos impregnan la mollera.