Hay dos hechos que a lo menos sugieren una segunda lectura en el hábitat de la selección. La nominación de Jorge Valdivia para enfrentar a Ecuador y Perú, que no es otra cosa que una crónica de una convocatoria anunciada, y la frustrada designación del ex futbolista Rodrigo Gómez como gerente administrativo del representativo nacional, que es más bien un desvío de proyecto de la ANFP y que genera la primera manifiesta diferencia con el seleccionador.
El denominador común de ambos hitos noticiosos es quiénes finalmente adoptan las decisiones: tanto la llegada de Valdivia como el rechazo de Gómez son producto de una determinación que obedece a los designios incontrarrestables del camarín de la Roja. Un rincón inexpugnable para los actuales directivos, cuyo gran logro a nivel de relación con el plantel ha sido renegociar los impagables premios que se pactaron en la era Jadue, y por lo visto un espacio muy difícil de permear para el cuerpo técnico encabezado por Pizzi. Porque hay que ser ingenuo como para pensar que el entrenador que no consideró a Valdivia ni para el grupo de 40 jugadores que comenzó el proceso de la Copa Centenario tiene ahora la convicción de que el volante se ha convertido en cuatro meses en un elemento clave para la recuperación futbolística del equipo. O también muy inocente como para no creer que detrás de la impugnación de Gómez por parte del entrenador hay un guiño evidente al descontento de los futbolistas, casi en solidaridad a los comentarios críticos del ex jugador cruzado a algunos integrantes de la selección.
Es más que sabido que el camarín en esta selección no es una entidad sin opinión ni fuerza. Salvo en los inicios del proceso formativo, cuando Marcelo Bielsa estableció las reglas y los jugadores acataron so riesgo de no participar en el rutero, el resto de la historia ha estado profundamente marcada por una corriente doctrinaria en la que la voz de los jugadores genera el debate o sencillamente impone los términos, como da la impresión que sucede con los casos de Valdivia y Gómez. Es posible que Claudio Bravo en su calidad de capitán no ostente una función de líder exclusivo o que tampoco haya una contienda desatada entre otros por tomarse el poder, pero desde hace años que el influjo del "grupo" es un factor presente, que durante el último período de Jadue y Sampaoli pareció alcanzar límites de cogobierno y que ahora con Pizzi muestras ciertos atisbos de muñequeo.
El punto de discusión es dónde y quién fija los límites. El peso de los históricos resultados que empoderó notoriamente a los referentes puede tener un efecto perverso en el sentido que posibilita que las decisiones técnicas y administrativas descansen en el aval del plantel. Pizzi deberá tasar si quiere correr el riesgo y firmar ese tácito pacto con sus dirigidos o mantener la suficiente autonomía que no le haga perder su verdadera identidad y convicción.