Está terminando septiembre, mes en el cual los chilenos nos dividimos y, algo más tarde, nos reencontramos en relación con el pasado. En rigor, septiembre nos recuerda que el Museo de la Memoria es clave para inculcar el respeto a los derechos humanos, pero también que nos urge otro museo, uno que muestre la traumática crisis política y económica que atravesó Chile bajo la Unidad Popular.
Con esa crisis no me refiero al inicio de la dictadura, sino a la experiencia previa a la que fue arrastrado el país por quienes anhelaban construir el socialismo. Pocos se hicieron responsables después por el dolor que causaron en esa etapa a millones de compatriotas. Una institución debiera narrarla. Pero el "museo de los mil días" no debe convertirse en una justificación de lo que ocurrió después, sino en el relato amplio del trauma nacional aún no narrado.
La persistencia del pasado reciente (1973-90) en la memoria colectiva y la política actual de Chile, así como la idealización del gobierno de la UP por parte de sectores del movimiento estudiantil, hacen imprescindible difundir lo que sufrió el país entonces. Las nuevas generaciones deben contar con una instancia donde ver al Chile dividido por la falta de diálogo, el odio y el fanatismo; por la falta de comida, la peor inflación mundial, la violencia y el desempleo.
¿Hay en Chile personas que crean en la necesidad de contar esa historia, una que no justifique lo que denuncia el Museo de la Memoria, sino que enriquezca el panorama de aquellos años duros y cruciales? ¿O a estas alturas Chile se resignó a que la gestión de Salvador Allende sea narrada (y a la vez idealizada) por la izquierda, para enarbolarla como inspiración y bandera? ¿Se olvidará que la UP terminó siendo rechazada por la abrumadora mayoría, integrada entonces por la derecha, el centro, la DC y los socialdemócratas?
El Museo de la Memoria consolida una convicción que comparte ahora la mayoría: nada justifica la violación de derechos humanos. No hablo de totalidad, sino de mayoría, porque el Gobierno tiene partidos que, celebrando al museo, justifican a los regímenes de Cuba, Corea del Norte y Venezuela. Junto con defender los derechos humanos, un museo de los mil días debería recordar que ni la república ni la democracia están garantizadas para siempre, que todos debemos velar por ellas, y que su cuidado y desarrollo exigen como requisito la libertad, el diálogo, la tolerancia, el respeto a la minoría y la convicción de que nadie aquí es prescindible ni dueño de la verdad.
Un museo así debería dialogar con el de la Memoria, y ubicarse tal vez en algo así como la ex mansión de Allende, en Tomás Moro, que como insuperable metáfora de la frágil memoria, sirve de retiro para ancianos. El museo debería mostrar cómo los civiles liquidamos en tres años la democracia, y enseñar el cuadro general: polarización extrema, descalificaciones en vez de debates, violencia callejera, tarjetas de racionamiento, milicias, ENU, llamados a tomar el poder, infiltración de las Fuerzas Armadas, la escolta presidencial en manos del MIR y el ambiente generalizado de desesperanza que reinaba.
Un museo estaría narrando la represión, la tortura y la muerte, y el otro contando cómo perdimos al Chile modesto pero democrático, por la irresponsabilidad de un sector intransigente y minoritario que trató de imponer su utopía. ¿No será demasiado tarde para otro museo?, se preguntarán muchos. La alternativa es cruzarse de brazos y esperar a que la izquierda levante uno propio para idealizar los mil días. Con eso completaría su relato hegemónico sobre la segunda mitad del siglo pasado y avanzaría con renovados bríos por el actual.