Si se hiciera el ejercicio de ordenar las políticas públicas que se encuentran en discusión según su importancia para el bien común, entre las primeras de la lista debería figurar la que introduce cambios legislativos que proponen un rediseño de la educación superior. Dije "bien común", en efecto, porque lo que está en juego no es solo el bien particular de quienes estudian y trabajan en ese segmento educacional ni el de sus familias -lo cual ya sería importante-, sino el bien de toda la sociedad.
No creo que esté de más recordar, muy a la pasada, los bienes que para esta -la comunidad entera- resultan de una educación superior de calidad, vigorosa, estable e innovadora. Enumero: en ella se acumula y transmite, de preferencia, el saber y las competencias esenciales para el funcionamiento de la sociedad; se genera nuevo saber a través de la investigación y la formación de investigadores; se forman los profesionales en oficios socialmente claves; se crean directamente bienes culturales que, incluso, puede disfrutar también el entorno social. La calidad de vida actual del país y, sobre todo, la futura está, pues, comprometida en esta reforma.
El proyecto de ley que envió el Ejecutivo para ser tramitado en el Congreso, no obstante, ha dado lugar a críticas importantes provenientes de todos los sectores involucrados. No es exagerado decir que ha producido un rechazo transversal y creciente y su viabilidad como ley parece escasa, si no nula. Es por eso que a distintos actores -entre ellos algunos importantes directivos de universidades pertenecientes al Consejo de Rectores- les parece claro que, por el número y la envergadura de las enmiendas y la mecánica del trabajo legislativo, no se podrá dar a luz un estatuto coherente, que satisfaga de modo razonable los intereses de todos y que establezca una institucionalidad apropiada a una visión de futuro para la educación superior. Lo que se pide, y me parece una petición sabia, técnicamente irrefutable, conveniente desde cualquier ángulo que se la mire, es que el Ejecutivo retire el actual proyecto y genere una instancia técnica y política -una comisión amplia, tal vez- que elabore, con tiempo, un nuevo proyecto.
Una petición como esta, para alguien que vive en la provincia e, incluso, en una pequeña localidad de esta, es una petición cuya acogida cae de cajón. Sin embargo, tengo el temor de que por el clima político confuso y crispado que se vive en la capital se tendería a interpretar (y cobrar) como fracaso político una acción de nítido buen gobierno. Ojalá me equivoque y los políticos de la coalición gobernante y de la oposición creen las condiciones para que, sin dramatismos, la Presidenta de la República adopte la decisión más favorable para el país.