En una boscosa área cercana a Portland, Oregon, una antigua van se desvía del camino y estaciona junto a unos galpones. De ella bajan los integrantes de Ain't Rights, un cuarteto de
hardcore punk que ha pactado una tocata en ese local, el cual -se dan cuenta de inmediato- tiene todo el aspecto de una comunidad neonazi.
Es el tenso inicio de "Green room" (2015), tercer filme en la ascendente carrera del estadounidense Jeremy Saulnier y sucesor de su aclamado "Blue ruin", que en 2013 lo convirtió en uno de los cineastas revelación de Cannes. Curioso, considerando que los franceses rara vez le prestan atención a alguien tan abiertamente interesado en el cine de género y, en este caso, por el terror. Eso sí, basta mirar un par de secuencias para darse cuenta de que la historia no deja lugar para que brujas, espíritus o criaturas asusten a la audiencia. Nada de mágico o sobrenatural ocurrirá en la pantalla: en su lugar, el espectador está conminado a ser testigo de una abrupta erupción de brutalidad apenas contenida en el ánimo de todos los involucrados: finalizado el show, la bajista se devuelve al "green room" -el camerino- a buscar su celular y en el suelo encuentra a sujetos que rodean a una chica muerta, con un cuchillo aún enterrado en la cabeza. Ha visto demasiado. Ella y su banda son encerrados en la habitación, en espera de que llegue el dueño del local (Patrick Stewart). Y este no viene precisamente a hacer las paces.
Lo que sigue es un sangriento combate entre los dos bandos -captores y sitiados- que le debe tanto al
slasher y el
gore como al
western y el policial. Sin embargo, la cinta no aterra por los ríos de sangre y compulsión desplegados en su ejecución, sino por la resignación con que cada parte acepta su papel en el enfrentamiento, como si no les quedase otra opción que aniquilar al contrario.
Marcado desde sus inicios por la lógica del asedio y la defensa, el horror cinematográfico funciona en la medida que explicita su mecánica, estableciendo opuestos (bien/mal, monstruos/humanos, perseguidores/perseguidos) o intercambiando lugares entre esos opuestos (el inocente que descubre su oculta ferocidad, por ejemplo), pero lo de que verdad inquieta en "Green room" es que, en la medida que el caos reina, esas dicotomías acaban por disolverse. Desesperados por resolver este entuerto, los "malos" de esta historia aparecen tanto o quizás más confundidos que los "buenos". Superados por la situación y por los efectos de una cultura que ha glorificado el uso de la fuerza en nombre de la autodefensa hasta los límites de la fantasía.
Ese estupor -la sorpresa de verse envuelto en esta carnicería- es lo que explica la total negativa de la película a glamorizar la violencia o caer en la falacia de moralizar con ella. "Blue ruin", el filme anterior de Saulnier, acerca de un vagabundo que venga el doble asesinato de sus padres, matando al culpable el día en que este sale de la cárcel, todavía se manejaba dentro de límites reconocibles de culpa, revancha e impulsividad que históricamente el cine estadounidense ha cubierto vía los claroscuros y ambigüedades del
film noir, pero en la nueva cinta no hay espacio para esas distinciones: antes que el espectador consiga figurárselas -para así adquirir una ilusión de comodidad y control frente a lo que está viendo-, el relato se precipita en una espiral que demuele todo: carne, armas, motivos, azares, personas y creencias.
Green room
Dirección de Jeremy Saulnier.
Con Anton Yelchin y Patrick Stewart.
Estados Unidos, 2015, 96 minutos.