En un año pródigo en estrellas, ahora fue el turno del chelista Mischa Maisky, quien se presentó el lunes en el CAA 660, junto a la orquesta Solistas de Tel-Aviv, bajo la experta dirección de Barak Tal
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En el programa, Haydn, Beethoven, Tchaikovsky, Max Bruch y Prokofiev, diversidad que permitió aquilatar la calidad del solista y de la orquesta.
Con un sonido "blanco", sin vibrato, de impecable afinación y limpidez, la orquesta atacó la Primera Sinfonía de Beethoven, en una versión de cámara: 5 violines primeros, 4 segundos, 3 violas, 3 chelos, 1 contrabajo y la dotación básica de vientos de una orquesta clásica. Dada la acústica de la sala, la cuerda pareció por momentos exigua, al lado de los estupendos vientos, lo que no obstó a una interpretación cargada de expresividad (segundo movimiento) y derroche de virtuosismo en el movimiento final.
El equilibrio entre vientos y cuerdas es siempre difícil de solucionar en la orquestación beethoveniana, pero el sabio manejo en la Sinfonía Clásica (1917), de Prokofiev, hicieron que emergiera esplendorosamente el timbre prístino de la orquesta destacando los elementos característicos del estilo del compositor: energía motórica, original melodismo, veleidades armónicas, humor y sarcasmo, y, en esta obra en particular, una claridad formal que tiene sus raíces en el siglo XVIII. Una versión que Barak Tal logró de manera ejemplar.
El chelista Mischa Maisky es cuento aparte. Precedido por una fama mundial avalada por innumerables conciertos, grabaciones y premios, su presencia generaba grandes expectativas, las que se cumplieron con abundancia. Después del emotivo "Nocturno" opus 20 de Tchaikovsky, el director unió el final de la pieza, sin interrupción, con el "Kol Nidrei", de Max Bruch. Fue un momento que solo raramente se da en un concierto: la comunión absoluta entre solista, orquesta, director y auditores. La plegaria, vinculada con el Yom Kippur (Día de la Expiación), dejó a creyentes y no creyentes, justos y pecadores, arrobados en el marco de un maravilloso silencio. El sonido envolvente y aterciopelado del solista, fue un canto en que el chelo era tenor, barítono y bajo, y solo faltaban las palabras que, en realidad, no hacían falta.
En el Concierto en Do mayor de Haydn, Maisky derrochó su increíble virtuosismo para una composición algo convencional y en la que aplicó, ocasionalmente, algunos rasgos "romantizantes". Sus encores fueron tres y podría haber seguido tocando toda la noche: el final de las "Variaciones Rococó" y el Andante Cantabile del cuarteto Nº 1, de Tchaikovsky y una personalísima versión del Preludio de la Suite Nº 1 de J. S. Bach.
Maisky dejó sin aliento con su técnica y remeció las zonas más profundas de la espiritualidad.