Un periodista mexicano le preguntó alguna vez a Juan Gabriel si era gay. El cantante le respondió que lo que se veía no se preguntaba, lo que es una buena lección de periodismo. Al mismo tiempo, afirmó que para él todo el arte es femenino. Yo creo más bien que el arte es como los caracoles: hermafrodita. Todo lo que Juan Gabriel le cantaba a una "Ella" se lo podría cantar a un "Él", sin alterar mucho la canción. Lo que lo hace universal es que quizás somos todos, a la hora del amor, un "él" que es "ella", o una "ella" que en el fondo es un "él".
En el ansia de dejarse penetrar penetrando creo que está la sustancia de toda literatura, la escriba un hombre o una mujer. La escena de
El amante de Marguerite Duras en que la protagonista pierde la virginidad es un perfecto ejemplo de esto. La amada ve, huele, siente al amante de China del norte, pero lo que deja una marca más indeleble en ella no es solo el cuerpo del amante, sino también el ruido de la calle detrás de las persianas cerradas. Se concentra en lo que siente y se esparce, sin embargo, en el espacio y en el tiempo. Hay escritores hombres (pienso en Proust) que son capaces de ese tipo de magia, pero creo que si existe algo llamado literatura femenina está en esa capacidad no solo de percibir esos momentos, sino de escribir el libro, o el poema solo para ese segundo. Pienso en Colette, de la que recuerdo vagamente la trama de sus libros, pero de la que quedo siempre enganchado en esos instantes en que sus protagonistas están en cuerpo y en alma, ahí, ahora. No ayer, ni mañana, solo hoy.
"Retrocedo inmóvil hacia el horizonte/ retrocedo y pienso/ todo se ha vuelto interminable", dice Milagros Abalo, en su conmovedora "Canción del mar". Mientras la leo, pienso en la capacidad de percibir, de escribir en presente el pasado, de no preguntarse ¿qué pasa después y qué pasó antes?, sino de hundirse en todas las posibilidades de un minuto. Insisto, hay muchos hombres que escriben así, y muchas mujeres que escriben novelas donde pasan todo el tiempo cosas, muchas cosas. Se podría incluso al revés pensar que "la trama", la escritura como hilos que se entrecruzan en una historia, es también una creación femenina. No en vano en Inglaterra la novela policial la escriben casi siempre mujeres.
Aunque quizás haya entre Agatha Christie y Clarice Lispector también una especie de trama que las une a pesar de sus diferencias. Avanzo en
El amante de Duras, y lo que me impresiona ya no es la capacidad de describir momentos del cuerpo, sino esa lealtad terrible que el personaje siente por el fracaso de su madre, por la debilidad de uno de sus hermanos, por la crueldad del otro. No puede ni amar ni dejar de amar al amante que los salva de la miseria a cambio de hundirlos en el deshonor. Su virginidad tiene un precio, la valentía de la protagonista consiste solo en fijarlo ella. Por más sola que esté, una mujer es siempre una tribu, siempre una posibilidad de otro, siempre es más que un yo el que dice yo. Los detalles no son nunca un detalle en la vida de una mujer. En su cuerpo nace y muere gente, por eso quizás sepan mejor que los hombres descubrir asesinos y entender un complot.
Cuando un parto puede matarte, los besos en los labios dejan de ser inocuos. Cuando una infidelidad puede exiliarte, cada palabra en una carta de amor adquiere otro peso. El lector moderno se puede quejar de que en las novelas de Jane Austen pasan muy pocas cosas. Pero esas pocas cosas, amores, chismes, fiestas, bodas, pueden determinar, definen, la casa en que van a vivir o morir estas mujeres solteras y sin dotes que buscan un marido que les salve de la casa de sus padres. Las mujeres de fines del siglo XVIII y comienzos del XIX no sabían quizás, como las de hoy, que su cuerpo es un territorio político, pero lo sabían en la práctica. Sus novelas y sus cartas recordaban que ese cuerpo venía acompañado de un alma. Un alma que impedía el simple comercio de sus vientres, con sus correspondientes dotes.
La prostitución se basa en hacer de la intimidad un negocio. Ese ha sido el destino de muchas, de demasiadas mujeres, por demasiados patriarcales siglos. Eso es lo que hacemos también los escritores (los buenos), prostituirnos por necesidad o vocación. Las mujeres podrán liberarse del yugo de que el amor y desamor determine su sobrevivencia física y económica. Los artistas seguiremos presos voluntariamente de exponer como real una sinceridad de pago. Como dice Juan Gabriel, en este oficio, el más antiguo del mundo, tenemos los artistas hombres todavía todo que aprender de las mujeres, artistas o no.